Resumen
El presente artículo analiza el resurgimiento, en la época del Otro que no existe, de los fenómenos religiosos y la relación, desde la perspectiva psicoanalítica lacaniana, con los sacrificios. Para ello, el autor recurre a los elementos conceptuales de Freud, Lacan y Miller sobre la manera de tratar el goce que propone la religión.
Introducción
¿Debemos inscribir la popularidad del Papa Francisco dentro de un resurgimiento de la religión en el mundo? ¿Se trata acaso de un fenómeno factible de ser puesto en serie con el crecimiento del Islam en occidente o con la nueva potencia de los fundamentalistas evangélicos?
Cuando en febrero del 2014 la revista Rolling Stone (febrero de 2014) publicó en su portada una foto de Francisco I, tituló la nota con el nombre de una canción de Robert Allen Zimmerman, el cantautor norteamericano de origen judío, convertido al cristianismo, conocido mundialmente bajo el seudónimo de Bob Dylan y galardonado por la academia sueca con el premio Nobel de literatura en 2016. The times they are a-changing que podría traducirse como “Los tiempos están cambiando”, fue escrita en los años sesenta y se apoya básicamente en la conocida frase del evangelio: “los últimos serán los primeros”.
Era la primera vez que esta revista, especializada en la música rock, ponía en su tapa la imagen de un Papa. Unos pocos años antes, esto hubiese podido ser tomado como un sacrilegio —de la misma manera que entregarle un Nobel de literatura a Dylan— muchos más años antes hubiese sido causa, incluso, para que el propio Papa mandase a la hoguera a los editores. Pero lo que hoy encontramos es un ardid publicitario, una sinergia entre el papado y el imperio editorial al que pertenece la otrora rebelde Rolling Stone. Este quiere vender más ejemplares, aquel quiere estar en las manos de todos los jóvenes del mundo.
El Papa “pop” como se lo ha llamado, se transformó rápidamente en una celebrity manejándose en los medios y con las redes sociales como un pez en el agua. Con la astucia de un Donald Trump pero… ¿con los mismos objetivos?
Un jesuita en el gobierno
La elección del jesuita Jorge Bergoglio como sumo pontífice constituye —tal como lo interpreta Rolling Stone (febrero de 2014) — un signo de que los tiempos están cambiando. Los tiempos terrenales del mundo globalizado y también los tiempos de la iglesia católica. Esta concordancia, aunque suene raro, no siempre se produce.
Quizás haga falta remitirse a la célebre discusión bizantina, cuando el más acalorado debate se llevaba a cabo bajo la lluvia de fuego a la que los otomanos sometían a Constantinopla: ¿Son el Hijo y el Padre, de la misma naturaleza? ¿Dios y Jesús, tienen la misma sustancia? Detrás de estas preguntas se debatían el mundo feudal agonizante y la recién nacida modernidad.
Aquí nomás, en el siglo XXI, podemos encontrar otro ejemplo del rasgo de anacrónica que caracteriza a la Iglesia Católica: la elección de un alemán, ex soldado del ejército nazi y director de la oficina considerada como heredera de la infame inquisición, no parece haber estado muy a tono con los tiempos. La temprana renuncia del papa de nombre impronunciable —Benedicto, como Espinoza, pero XVI—, reveló la magnitud del desacierto y allanó la llegada, por primer vez en la historia, de un jesuita al papado.
La compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola en 1534, ha sido considerada desde siempre como un factor de poder importantísimo dentro de la iglesia. Fue pensada desde el inicio como un ejército y de hecho su más alto rango es el de general (o prepósito) a quien se conoce popularmente como “papa negro”, no solo por el atuendo característico de la orden sino también en referencia al poder detrás del gobierno. Siempre polémica, la orden jesuita ha sido denostada, perseguida e incluso prohibida. Se los acusa de muchas cosas —mayormente de ser demasiados ambiciosos de poder— pero lo que nos interesa particularmente es la acusación que Miller señala en Un esfuerzo de poesía: “Esto es al fin y al cabo, lo que curiosamente reprocharon a los jesuitas: su laxismo —ser demasiado comprensivos en cuanto al pecado— pese a que todo indica que eran personalidades rigurosas en extremo, con una inspiración muy exigente” (Miller, 2016, pág. 154).
Miller se refiere aquí a lo que él llama “la versión jesuita de la religión” que estaría “profundamente del lado de la Encarnación” (2016, pág. 154). Esta vertiente de la Encarnación se enmarca en una reflexión más general que Miller encara sobre la idea de Dios en Lacan —y en la Historia de la humanidad— que desemboca en una teoría sobre la naturaleza del goce mismo.
Esta reflexión toma como punto de partida la aparición de la ciencia moderna en el mundo y una discusión que comienza —y que todavía está en curso— entre la ciencia y la religión. Primera pregunta: ¿Es que la ciencia niega a la religión? Segunda pregunta: ¿El saber que produce la ciencia es del mismo orden de Dios o en su defecto solo se refiere al mundo de los hombres y no roza siquiera el mundo de lo divino?
La cuestión de la Encarnación, introducida por el cristianismo, plantea otra pregunta que formaba parte de la discusión bizantina: respecto de Dios, ¿es el padre de la misma naturaleza que el hijo? Si la respuesta es afirmativa, encontramos en la Encarnación un punto en el que se tocan Dios y el hombre. Esto permitiría suponer que el saber de la ciencia es del mismo orden que Dios, lo cual respondería a las dos primeras preguntas.
Esto trae consecuencias respecto a cómo pensamos a Dios, en tanto lo suponemos infinito y al hombre como finito, al menos en razón de la carne, más allá del horizonte de su resurrección. Por el lado de Dios, este infinito no sería un absoluto sino que incluiría la experiencia finita del goce que proporciona la carne. Por el lado del hombre, hay algo del infinito que se filtra en la experiencia terrenal. Se trata de dos espacios que se tocan en un punto, como una figura topológica de intersección.
Miller, en el mismo texto, señala que respecto al saber, esto implica introducir una falta a nivel de Dios y por lo tanto un lugar para el deseo. Es en este marco que se incluiría el lema de la orden jesuita Ad majorem Dei gloriam —para mayor gloria de Dios—: si la gloria de Dios puede ser mayor quiere decir, en el plano de la pura lógica, que no es completa. Se justifica así la tarea de los jesuitas que los lleva a involucrarse con los asuntos mundanos e inmiscuirse en las cuestiones de la ciencia y el arte; como así también en las más encarnizadas disputas de poder.
La elección de un jesuita sudamericano como Papa, después de los papelones del anacrónico Benedicto, agrega a la acción propagandística —que devolvió popularidad a la Iglesia— una cuestión teológica: se trata del Dios que conviene a la supervivencia de la Iglesia Católica en el siglo XXI. Una idea de Dios que habilita la intromisión abierta y frontal de los sacerdotes en la vida política y los asuntos mundanos en general. Por supuesto, es algo que ocurre de hecho desde hace cientos de años pero ciertas contradicciones teológicas fueron haciendo que esta intromisión de la Iglesia en el mundo fuese quedando cada vez más fuera de lugar.
De la caída de los ideales
Desde la Orientación Lacaniana hemos aprendido a leer la época contemporánea como aquella en la cual es el objeto de goce lo que se encuentra en el zenit social. Este movimiento de ascenso de lo que Lacan llamó objeto a tiene su contrapartida en el descenso de los Ideales.
¿Quiere esto decir que los ideales han desaparecido? No, de ninguna manera. Podemos interpretar la caída de los Ideales como la caída de los Dioses. Si en la antigüedad los Ideales se encontraban en un espacio diferente a aquel que habitaba el hombre, era porque pertenecían al reino de lo Divino. Los Dioses y los santos estaban ahí para sostener significantes que eran capaces de configurar la trama social a la vez que aportar al individuo un punto de perspectiva para ordenar su propia vida. Los ideales no son alcanzables porque en algún sentido no son humanos pero pueden tener el valor de orientación. Se puede aspirar a ellos porque eso puede hacernos mejores pero teniendo en cuenta que se trata de un imposible en tanto la condición humana es por naturaleza imperfecta. Se trata aquí de una cuestión de topología elemental en la que los Ideales señalan un “topos” diferente.
Si nos remitimos a Freud, encontramos una diferencia muy clara entre dos instancias que son fundamentales para la constitución del Yo: el “ideal del Yo” que es precisamente este valor simbólico que le sirve al sujeto para saber cómo debe ser; y el “Yo ideal” que es la idea que cada uno se hace acerca de cómo es verdaderamente, cómo se ve a sí mismo respecto al ideal. Esta diferencia es tomada por Lacan (1949) desde sus comienzos con el estadio del espejo y luego desarrollada y ampliada en lo que se conoce como los “aparatos ópticos”, esquemas que podemos encontrar desarrollados en “Observaciones sobre el informe de Daniel Lagache: Psicoanálisis y estructura de la personalidad” en los Escritos 2 (Lacan, 1960 [2002]), terminado de redactar en 1960, y posteriormente en el Seminario 10 (Lacan, 1962-63[2006]) y el Seminario 11 (Lacan, 1964 [1995]). Allí, Lacan ubica precisamente el valor que tiene la imagen para la constitución del Yo. Representa los objetos pulsionales como flores y a la imagen del cuerpo como un florero. Para que se produzca la ilusión en la que vivimos los sujetos afectados por el lenguaje, de que la imagen del cuerpo puede contener al goce, es necesario un espacio Otro, un espacio virtual —aportado en el esquema por la superficie pulida del espejo plano— en el que habitan los ideales como punto de fuga.
La novedad que introduce Lacan con sus aparatos ópticos es que cuando el espejo que representa al Otro, se horizontaliza, vale decir, que desaparece como superficie de reflexión —lo que Miller ha llamado “la época del Otro que no existe” (1996) — la única forma en la que el sujeto puede rearmar la ilusión del cuerpo como soporte del propio ser, es ubicándose en el mismo lugar de los ideales. Se trata del estado actual de las cosas: los ideales, al no estar más anudados al Nombre del Padre que los traccionaba hacia ese espacio Otro, se ponen al servicio de ese imperativo que en el psicoanálisis conocemos como superyó. Imperativo loco, ley loca. Mecanismo psíquico endemoniado por el cual, mientras más pequeña es la falta, más grande es la culpa. Y mientras más atención le presta el sujeto, más el superyó se apodera de él, empujándolo de forma paradojal a realizar acciones que toman el sentido de la autopunición y que escapan a cualquier intento de regulación. En tanto el sujeto y los ideales se encuentran en el mismo plano, lo que podría haber sido derechos pasan a ser obligaciones.
De un Dios que cabe en la palma de la mano
No se trata como antaño del Bien supremo en tanto la aspiración de un espíritu para el que la carne es una prisión temporal, sino precisamente de los placeres de esa carne a lo que nos vemos empujados a dedicarnos: el cuidado de los cuerpos, el refinamiento de los gustos, la búsqueda constante de nuevas experiencias. El goce al que se aspira no es el goce infinito de Dios que Dante nos representaba bajo la forma de las almas incorpóreas que habitaban el paraíso, sino más bien el del infierno. Como dice Lacan en el Seminario 16: “ya estamos en el infierno” (1968-69 [2008], pág.139). Esta afirmación, se referencia en un extenso análisis de la apuesta de Pascal, el famoso argumento del filósofo y matemático francés sobre la existencia de Dios.
Según lo plantea Lacan, Pascal supone que en tanto no sabemos si Dios existe o no, se trata de una cuestión de azar. Por lo tanto, es necesario realizar una apuesta en la forma en la que vivimos. Si vivimos como si Dios existiese, se tiene el infinito para ganar y comparativamente nada para perder. Por el contrario, si vivimos como si Dios no existiese tenemos mucho para perder y casi nada para ganar. Este casi nada es nuestra vida misma, nuestros placeres, nuestras voluptuosidades. Dice Lacan: “La esencia de la apuesta consiste precisamente en reducir nuestra vida a esta cosa que podemos tener, así, en el hueco de la mano” (Lacan, 1968-69 [2008]), pág.108). A nivel de la apuesta, el valor que tiene el objeto a, es de la postura, a saber, para el que apuesta, lo que pone sobre la mesa para poder jugar, lo que considera perdido de antemano.
Para Lacan, no se trata de una vida futura sino de los efectos que tiene el lenguaje en los seres que hablan. En todo el transcurso de este Seminario, su empeño estará puesto en la génesis lógica del objeto a. Objeto que constituye la forma, el semblante al que queda reducida la experiencia de goce de un sujeto mítico que no hubiese sido tocado, rayado por el lenguaje. Lacan interroga: “¿Qué ocurre con el sujeto absoluto del goce respecto del sujeto engendrado por este 1 que lo marca, punto-origen de la identificación?” (1968-69 [2008], pág.130).
Más adelante responde: “Solo en el horizonte de una repetición infinita podemos considerar ver aparecer algo que responda a esta relación de 1 con 1, entre el sujeto del goce y el sujeto instituido por la marca” (1968-69, pp. 130-131).
Lacan plantea así una doble vertiente del objeto a: por un lado en tanto negativización del infinito, representa una versión del goce como pérdida, como ausencia. A la vez, con el signo de la falta se vuelve contable, administrable y localizable en un discurso. Por el otro lado, en el horizonte de la repetición es también una puerta abierta al infinito pero con el rostro del infierno.
Jacques Alain Miller en Un esfuerzo de Poesía (2016) se refiere específicamente a la apuesta de Pascal, señalando que “la apuesta es una decisión que tomamos inmersos en el no-saber” (2016, pág. 191). A nivel del discurso analítico, se trata de un no-saber metódico que constituye el marco de la verdadera apuesta en tanto el objeto debe ser puesto sobre la mesa, dándolo por perdido. A nivel de la religión en cambio, no se trataría de una verdadera apuesta sino de un sacrificio. Miller dice:
En esa estructura, lo pernicioso es que funciona aunque lo que podamos ganar carezca de ser, e incluso funciona mejor cuando carece de ser, cuando lo que está en juego no tiene otro estatus que el que le reconocemos al sujeto barrado –que no es, que es carencia de ser- ya que entonces debemos sacrificarnos para que aquello que es lo Absoluto, para que aquello que vale más que todo, llegue a ser. (Miller, 2016, pág. 192)
La religión en esta perspectiva es “un discurso que cae sobre el sujeto y que le exige su vida en sacrificio” (Miller, 2016, pág. 192), nos recuerda que para el psicoanálisis la vida es la condición del goce que bajo la forma del plus –de- gozar se presenta como exceso y perturbación. Por ello, Lacan señala que el objeto del sacrificio es la causa del deseo, el objeto a. Lacan, en el Seminario 11 (1964 [1995]), dedica la última clase, la del 24 de junio de 1964, a señalar las diferencias entre la religión y el psicoanálisis. Allí puede leerse:
Pero para quien quiera que sea capaz de mirar de frente y con coraje este fenómeno –y, repito, hay pocos que no sucumban a la fascinación del sacrificio en sí- el sacrificio significa que, en el objeto de nuestros deseos, intentamos encontrar el testimonio de la presencia del deseo de ese Otro que llamo aquí Dios oscuro. (Lacan, 1964 [1995], pág. 282)
Un poco más adelante, en la misma clase, hace referencia a la ley moral de Kant para decir que ella,
No es más que el deseo en estado puro, el mismo que desemboca en el sacrificio, propiamente dicho, de todo objeto de amor en su humana ternura. Y lo digo muy claro – desemboca no solo en el rechazo del objeto patológico, sino también en su sacrifico y su asesinato. (Lacan, 1964 [1995], pág. 283)
Este es el punto en el que el psicoanálisis se diferencia radicalmente de la religión produciendo respecto de esta un efecto de desengaño. Claro está que el efecto no es sobre la institución de la religión sino sobre el sujeto que tiende, por estructura, al empuje religioso del sacrificio. Este desengaño se opera en el análisis por obra de la transferencia que es amor. “El amor, que en la opinión de algunos hemos querido degradar, solo puede postularse en ese más allá donde, para empezar, renuncia a su objeto” (Lacan, 1964 [1995], pág. 283).
La operación analítica apunta a mantener la mayor distancia posible entre el objeto y el Ideal. Reconduce la demanda, de la transferencia a la pulsión, abandonando cualquier lugar de idealización que pueda ocupar el analista para su paciente, prestando así su cuerpo como soporte del objeto a. Lacan llamó a esto, “hipnosis a la inversa” ya que el mecanismo de la hipnosis —que subyace a todo los fenómenos de masificación— es precisamente aquel en el que el sujeto confunde el objeto con el Ideal. Referencia histórica para el psicoanálisis que nace como método en el momento en el que Freud decide abandonar la hipnosis heredada de Charcot para adoptar la regla fundamental de la asociación libre.
Miller en Un esfuerzo de Poesía (2016) destaca que tanto para Freud como para Lacan, la religión se ubica del lado de la neurosis obsesiva en tanto que esta estructura se basa por principio en el sacrificio del objeto como una renuncia al goce.
De vuelta a Francisco
Ubicados estos elementos teóricos que nos aportan Freud, Miller y Lacan, podemos volver sobre el fenómeno de popularidad y el entusiasmo de las masas suscitado por el advenimiento de Jorge Bergoglio al trono papal.
Señalemos en principio que, al momento de redacción de este artículo, hay una serie de expectativas respecto al nuevo Papa que no se han cumplido ni parecen tener ninguna posibilidad de cumplirse. Se pensaba que Francisco I encarnaría algún tipo de reforma en la estructura de la Iglesia, esto no ocurrió. Se esperaba que la Iglesia cambiase de posición respecto a temas que son de debate candente en la política del siglo XXI, tales como la igualdad de género, el celibato de los sacerdotes, el control de natalidad, el aborto, la homosexualidad, el divorcio. Nada de esto ocurrió, si no tomamos en cuenta algunas declaraciones tímidas y aisladas del Papa sobre los últimos dos temas, que suenan más a maquillaje mediático que a directivas claras dirigidas al clero bajo su mando. Ningún indicio de autorización del goce.
¿Qué es lo que tenemos a cambio? La promoción de los ideales. Pero no de manera activa o decidida. Ningún riesgo se toma. Ninguna apuesta se juega. La Iglesia permanece inmutable, mientras los discursos papales no dejan de recordar que debemos pensar en los pobres, los desprotegidos, los inmigrantes que se ahogan en el mar y las guerras que sacuden al mundo. Los ideales del Papa Francisco parecen hechos de cartón piedra como los castillos de Disney. Como semblantes, no parecen destinados a restituir el antiguo vigor que supieron tener en la edad media. Para el argentino promedio, el Papa parece ubicarse entre El Che, Gardel y Maradona. Mientras el resto del mundo lo observa como un personaje simpático que no representa ningún peligro para el sistema. El sistema solo teme a los fundamentalistas pues ellos sí pueden hacer de la conjunción sacrificial entre objeto e ideal, una bomba que estalle en los colegios y los centros comerciales. Una bomba cuya onda expansiva haga temblar los mercados y los parlamentos. Ese viejito sonriente, vestido de blanco, que saluda con las manos abiertas desde su balcón y habla de los pobres, no parece un fundamentalista. Sin embargo…
Luego de la masacre de 2015 llevada a cabo en la sala de redacción del semanario satírico francés Chalie Hebdo, por haber publicado una caricatura de Mahoma, Miller escribió una serie de artículos sobre este acontecimiento y las diferentes reacciones que despertó. Vale recordar aquí el párrafo de “El perdón de las ofensas” publicado en el periódico Le Point el 17 de enero del 2015:
Es así que están muy molestos porque el Papa Francisco, que convocaba a todos los corazones tras él, hubiera señalado este jueves, en una conferencia de prensa que dio a bordo de un vuelo hacia Filipinas, que la libertad de expresión debía ejercerse sin por ello ridiculizar la fe de los demás. Gran decepción entre las ranas, que no admiten que el escorpión tenga una naturaleza…Para colar otras metáforas, el mejor de los papas, como la más bella muchacha, no puede dar más de lo que tiene. (Miller, 2015)