Resumen
Preguntarnos, a partir de la enseñanza de Jacques Lacan, acerca de la formación del analista, supone también interrogar la trama que teje la propia época en la que se inserta dicha formación. Esto es, que no hay una formación única, en singular, como tampoco se trata, solamente, de reducirla a cada sujeto. O, si existe esta reducción en términos subjetivos, lo hace a condición de sostener cierto reflejo respecto de los impasses que cada época provoca en los seres hablantes. Y —también hay que decirlo— en el psicoanálisis mismo, en tanto único medio por el que se logra cernir lo que nos sujeta como deseo inconsciente.
Abstract
To ask ourselves, based on Jacques Lacan’s teaching, about the formation of the analyst, also involves questioning the fabric that weaves the very time in which said formation is inserted. That is to say, that there is not a unique formation, in the singular, nor is it only a question of reducing it to each subject. Or, if this reduction in subjective terms, it does so on condition of sustaining a certain reflection regarding the impasses that each epoch provokes in the speaking beings. And formation —it must also be said— in psychoanalysis itself, as the only means by which what holds us as unconscious desire can be sifted.
Del psicoanalizante al psicoanalista: la transferencia como estrategia
Será interesante entonces adentrarnos en “esa sombra espesa que recubre ese empalme (…) en el que el psicoanalizante pasa a psicoanalista” (Lacan, 1967 [2012], p. 271). Esta indicación de Lacan que se encuentra en su texto Proposición del 9 de octubre de 1967 sobre el psicoanalista en la Escuela pone en primer plano la idea según la cual hay una sucesión continua de una posición a otra, sin interrupción. Esto supone una indicación, ya que deshacer la oscuridad, esa sombra espesa, requiere del esfuerzo de cada uno. Es decir, el psicoanalista emergerá en relación al propio análisis y su función irá cambiando en la medida en que cambie la relación al propio inconsciente.
Este “empalme” está perfectamente ubicado a propósito de Sigmund Freud: Lacan recuerda que en el inicio del psicoanálisis la posición de Freud era la de un psicoanalizante. Allí Fliess supuso una función fundamental, ya que la posición de analizante permitió a Freud habilitar después ese otro lugar inédito: el de psicoanalista.
Es gracias a ese intercambio entre ambos, que Freud constata que avanzar en su llamado autoanálisis le suponía ser un extraño para sí mismo.
Lacan rescata esta relación nombrando a Fliess y Freud como psicoanalista y psicoanalizante respectivamente en relación al término “sujeto supuesto saber” (Lacan, 1967 [2012], p. 271). Es decir que, de lo que se trata allí, es de la transferencia en tanto estrategia que permite hacer emerger una verdad. Sólo en ese campo transferencial es posible darle toda su potencia a esa dimensión extraña que cada uno habita. Pasar de psicoanalizante a psicoanalista requiere como condición una especial relación con el saber cuya potencia no sólo se activa en una cura, sino que (Lacan, 1955 [2001]) también se juega en la Escuela, lo que permite abrir la cuestión acerca de cómo se produce un psicoanalista; es decir, cómo alguien resulta habilitado para tal función.
Aquí el análisis y la Escuela confluyen en un horizonte compartido: el de la formación del analista, ya que es en esa confluencia donde se hace la experiencia de una absoluta soledad, en el sentido de que la experiencia del inconsciente es tan singular como intraducible, y eso mismo aplica para la imposible definición de psicoanalista.
Se podría decir que la autorización de un practicante como psicoanalista es el primer acto en el que un analizante se sabe implicado como analista respecto de la propia formación. Este primer acto, que conlleva autorizarse, supone que la propia participación —en los desvíos respecto de la orientación analítica— es un asunto de responsabilidad subjetiva.
Lacan lo dice con estas palabras: “Todo error posible no ha de apartarse del esfuerzo que hiciera uno para aplicarse a ello” (Lacan, 1956 [2001], p. 444). Define así el primer movimiento que supone la autorización: consentir a la propia implicación no sólo en los progresos de un tratamiento, sino fundamentalmente en sus dificultades.
Por otro lado, este principio —el analista no se autoriza sino de sí mismo— está escrito, siguiendo a Jacques-Alain Miller, “en el frontón de la Escuela” (1999 [2017] p. 49), lo que nos lleva a pensar que se trata de un principio que rige la vida institucional de la Escuela, a la vez que implica a cada uno de sus miembros en tanto hacen girar esa experiencia alrededor de un no saber.
Si está en el frontón de la Escuela, eso supone que nos lo encontraremos cada vez que nos extraviemos respecto de la experiencia analítica. Por lo tanto, autorizarse es un acto inaugural que hay que producir ininterrumpida y fundamentalmente con otros.
Se podría así entender esa idea de “empalme” diciendo que, en el momento en el que el psicoanalizante se implica en su propio acto —fallido o no— se instala esa continuidad sin interrupción por donde se puede dar un primer paso hacia la autorización como analista. Es decir, el psicoanalista es producto de una experiencia respecto del saber.
Se trata de una idea que encontramos en Freud, cuando en sus Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico indica que el analista «debe estar en condiciones de servirse de su inconsciente» (1912 [1993] p. 115) para poder aprehender lo que el analizante despliega y situar lo que hace obstáculo a ese aprehender. Esta indicación permite desplegar la relación paradojal entre saber y verdad, ya que servirse de la verdad del inconsciente finalmente es consentir a un no saber.
La cuestión del deseo
La cuestión de la formación del psicoanalista no se desentiende del problema del deseo, sino que forma parte del nudo que ciñe esta cuestión. El sintagma “deseo del psicoanalista” es quizás el campo en el que se concentra toda la problemática que hace a la irrepresentabilidad del analista como tal.
Así como el analista es producto de su análisis, un psicoanálisis “es la cura que se espera de un psicoanalista” (Lacan, 1955 [2001], p. 317). Lacan se toma el trabajo de decir que, por tautológico que resulte este enunciado, “lo escribimos” (Lacan, 1955 [2001], p. 317).
¿Cómo leer este “lo escribimos” (Lacan, 1955 [2001], p. 317)? Podríamos decir que se trata de un gesto que aúna deseo y letra. Aquello que se lee en el capítulo V de La dirección de la cura y los principios de su poder como “hay que tomar el deseo a la letra” (Lacan, 1958 [2001], p.600) es una referencia a la idea de tomar el deseo en su dimensión de escritura. Esa dimensión es lo propio del inconsciente, en tanto producto de una marca indeleble que aparece en función de una repetición.
Así, tomar el deseo a la letra, impone una indicación que advierte respecto de la vía más común por la cual el deseo del analista puede perder su orientación. Esa es la razón por la que en ese mismo capítulo de La dirección de la cura y los principios de su poder (1958 [2001]) hay una referencia a Edipo en la que Lacan se preocupa por ubicar la pendiente por la que puede deslizarse el deseo del analista. Si el analista pierde la huella de la búsqueda de la verdad, se reduce su orientación al ejercicio de un poder:
Henos aquí pues en el principio maligno de ese poder siempre abierto a una dirección ciega. Es el poder de hacer el bien, ningún poder tiene otro fin, y por eso el poder no tiene fin, pero aquí se trata de otra cosa, se trata de la verdad, de la única, de la verdad sobre los efectos de la verdad. Desde el momento en que Edipo emprende ese camino, ha renunciado ya al poder. (Lacan, 1958 [2001], p.620)
El analista queda del lado de Edipo ciego, no Edipo rey y clarividente que detenta el poder sin saber que está casado con su madre, sino más bien aquel que despojado de su poder busca la verdad. De este modo, se refuerza la idea freudiana según la cual “el camino del analista es diverso, uno para el cual la vida real no ofrece modelos” (Freud, 1915 [1993], p.169). Es decir que no existen modelos en los cuales poder identificarse y que sirvan de guía en el ejercicio de llevar adelante un psicoanálisis que tenga en su horizonte la producción de un psicoanalista.
En paralelo hay que subrayar que la intención de hacer el bien es el índice para Lacan del extravío analítico, ya que pretender responder a la demanda del analizante de ser curado de un incurable implica el ejercicio de un poder. Se trataría de apuntar a “la incompatibilidad del deseo con la palabra” (Lacan, 1958 [2001], p.621) para subrayar que lo que caracteriza al deseo es lo indecible, entendiendo como indecible no aquello que la palabra no alcanza a transmitir, sino lo que se desliza entre una palabra y otra. De esto derivan dos indicaciones. Por una parte, la formulación surgida en el marco de su Seminario 7, el 11 de mayo de 1960, que sostiene el “no-deseo de curar” (Lacan, 1959-1960 [1988], p. 264). Vale el esfuerzo de detenerse en la retórica de esta formulación, ya que no se trata aquí de ser indiferente al sujeto que sufre. Por el contrario: un par de años más tarde, Lacan aclara que “(…) nuestro deber es mejorar la posición del sujeto. Pero [sostengo que] nada es más vacilante, en el campo en que nos encontramos, que el concepto de curación” (Lacan, 1962-1963 [2006], p.68).
La idea de curación, luego retomada en la distinción psicoanálisis puro – psicoanálisis aplicado, logrará una mayor especificidad separándose de cualquier ideal de adaptación social o de época, para poner en primer plano el contenido de la conflictiva inconsciente de cada ser hablante. Decir que se aleja de toda terapéutica para apuntar a lo más singular de cada sujeto es poner de relieve la vertiente ética del psicoanálisis por sobre la vertiente terapéutica. De allí que la idea de curación ponga a distancia el furor sanandis advertido por Freud (1915 [1993]) para que ambos —psicoanalizante y psicoanalista— puedan trabajar alrededor del saber que se desprende de la relación con lo inconsciente. El primero, inventando nuevas formas de manejarse con su singularidad y el segundo, formalizando esa experiencia.
Por otra parte, la segunda indicación es la ilustración que Lacan hace del más allá en el que se ubicaría el lugar del deseo. Un más allá señalado por el dedo levantado de San Juan “para que la interpretación recobre el horizonte deshabitado del ser” (Lacan, 1958 [2001], p. 621). Igual que sucede con el deseo, se trata de un más allá del que sólo se puede hablar por alusión.
De allí que la formación del analista no esté anudada a un saber técnico respecto de cómo curar los síntomas. Por el contrario, se trata de los saldos de saber que cada analizante-analista logra capitalizar a partir de la propia relación con la imposibilidad de la palabra que el inconsciente evidencia cada vez. Así, la propia relación con esta imposibilidad implica una división, una escisión que no es otra cosa que el deseo “consumando esa escisión (Spaltung) que el sujeto sufre por no ser sujeto sino en cuanto que habla” (Lacan, 1958 [2001], p. 614).
Esto fue simbolizado por Lacan con la barra que atraviesa la S de sujeto y recurrió a la heráldica para elevar al grado de nobleza el resultado que cada sujeto es al apartarse de su origen natural. De allí que nombre la tachadura con la que escribimos la S de sujeto como barra “de noble bastardía” (Lacan, 1958 [2001], p. 614).
En otro orden de cosas, la cuestión del deseo despejada por Freud a propósito del trabajo alrededor de los sueños, es retomada por Lacan en la fórmula deseo del analista. Este resulta de una transformación libidinal del analista en tanto analizante, que hace emerger un deseo inédito. Es decir que del núcleo real propio del analista surge el deseo de provocar en sus analizantes esa división fuera de sentido de la que está hecho el deseo.
La Escuela: entre la formación y el deseo
Es en el texto Situación del psicoanálisis y formación del psicoanalista en 1956, donde Lacan formula la pregunta: “¿cómo se puede ser psicoanalista?” (1956 [2001], p. 441). Una primera respuesta se desprende de lo que situábamos al inicio en relación a los impasses de la civilización, porque son esos impasses los que determinan la situación en la que el psicoanálisis puede también deslizarse respecto de los ideales de cada época. Por esta razón Lacan sostiene que la cuestión de la formación va de la mano del marco de época, así como del modo que el psicoanálisis va adquiriendo en cada momento histórico: “Pues si hemos podido definir irónicamente el psicoanálisis como el tratamiento que se espera de un psicoanalista, es sin embargo el primero el que decide la calidad del segundo” (Lacan, 1956 [2001], p. 442). Aunque esta referencia implique una crítica respecto de los efectos de formación generados en la Asociación Psicoanalítica Internacional (IPA), se trata de una indicación que sienta las bases de lo que será la formación analítica sin renunciar al espíritu freudiano, pero desarticulando la figura del analista didacta.
El Acto de Fundación que permite a Lacan crear su Escuela en 1964 dedica en su nota adjunta todo un punto respecto del psicoanálisis didáctico:
El único principio serio que se puede plantear, y tanto más cuanto que se lo ha desconocido, es que el psicoanálisis se constituye como didáctico por el querer del sujeto, y que este debe estar advertido de que el análisis pondrá en tela de juicio ese querer, en la medida misma en que vaya acercándose al deseo que encubre. (Lacan, (1964 [2012], p. 252)
Tenemos así el propio análisis como garantía de ese querer saber didáctico, lo que permite sostener que antes que formación del analista, hay formaciones del inconsciente y lo que éstas señalan.
No obstante, el analista es convocado a ocupar un lugar que se instituye en función del acto del psicoanalista. De allí otra pregunta que Lacan plantea explícitamente: «¿Qué instituye el analista?” (1969-1970 [2002], p. 33) y la respuesta es que lo que instituye es la histerización.
Un analista capaz de llamar a la puerta del inconsciente, como dice Lacan “desde el interior” (1966 [2001], p. 817) debe estar advertido, que eso remite a la propia experiencia y como ya hemos señalado, que la vida real no ofrece modelos para lograr el lugar en el cual ubicarse. Así, la posición del analista no es de abstinencia ni indiferencia sino de abstención. Abstención del ejercicio de un poder, pero —como destaca Miller (2021) en su lectura de El Malestar en la cultura— ligado (el analista) a la cotidianidad del sufrimiento.
En un intento por precisar la relación entre deseo y formación del analista, resulta útil saber leer cuándo estamos reunidos bajo el significante Escuela y cuándo no. Es un ejercicio que de entrada permite mantener a distancia ese ideal de Escuela que cada quien tiene y ser remitidos a un vacío que siempre se busca subjetivar.
La indicación de Lacan —al menos así es mi interpretación— en el Acto de Fundación de su escuela es que no sólo la Escuela debe estar abierta al fundamento de su experiencia sino a poner en tela de juicio “el estilo de vida en el que desemboca” (Lacan, 1964 [2012], p. 257).
Así, la formación anudada a la Escuela, es la ocasión de ubicar los deslizamientos por los que el psicoanálisis y la formación se extravían, al hacer de los conceptos, preceptos; al convertirse la práctica en rutina; al depravarse el acto analítico o al aplastarse la transferencia de trabajo.
La enseñanza del psicoanálisis en la Escuela no es una transmisión en masa, sino que se reproduce con el modelo del dispositivo clínico, es decir: en torno a la transferencia. “Se puede decir que la razón del acta de fundación de la Escuela es permitir que se efectúe la transferencia de trabajo como la transmisión de uno a otro” (Miller, 1999 [2017], p. 26).
En síntesis, se puede decir que respecto de la formación del analista, la transferencia como motor del análisis, el trabajo alrededor del deseo cuyo testimonio es esa hiancia por la que nace el sujeto por fuera de toda naturaleza, y la experiencia de época de cada analista alrededor de la Escuela encarnan lo más vivo del psicoanálisis de la orientación lacaniana.