Signos del mundo contemporáneo. Entrevista a David Le Breton

DAVID LE BRETON

Cambiar el cuerpo, apropiarse de él y dotarlo de prótesis, son algunas de las prácticas que David Le Breton aborda con el objetivo de analizar la emergencia de una nueva ideología. Ante la ausencia de proyectos capaces de transformar el mundo, la ilusión de cambiar la propia vida encontró refugio en el cuerpo. Los tatuajes, piercings, suplementos y los diversos modos de ascetismo que plantean los regímenes y prácticas atléticas generalizadas son algunas formas de marcar el cuerpo. Pero el sentido de estas prácticas no se reduce a la matriz familiar o la configuración social en el marco de la cual se producen. Por este motivo, consideramos que el abordaje del cuerpo que plantea David Le Breton intersecta el interrogante en torno a la noción de signo que plantea Jacques Lacan en el último tramo de su elaboración. Si el signo opera como una última posibilidad de abrochamiento entre lo real y el sentido sin apelar a la verdad y sus ficciones, es posible —e incluso necesario— interrogar su presencia en el mundo actual. Signos del mundo contemporáneo es el sintagma que articula la conversación con David Le Breton que presentamos a continuación.

Marcar el cuerpo con signos parece ser una constante en la historia de la cultura. Jacques Lacan lo plantea a finales de los años cincuenta en el seminario Las formaciones del inconsciente (1957-58 [2010]) a propósito de la función que el tatuaje y la circuncisión cumplen en el marco de determinados rituales, incluso extiende esta consideración a las particulares formas de marcar el cuerpo presentes en la moda. Entonces ¿Cómo leer estas prácticas en la actualidad? ¿Se trata de un mismo fenómeno que atraviesa las diferentes épocas cambiando de forma o es posible establecer algún tipo de corte entre diferentes momentos?

 El origen de los signos cutáneos está vinculado a la condición humana, al hecho de que la inscripción humana en el mundo pasa por la dimensión simbólica, la del sentido. Se apropia de los datos del medio ambiente pero también del cuerpo, siempre transformado de un modo u otro. La principal diferencia entre las sociedades tradicionales y las nuestras radica en el hecho de que en las primeras, las marcas corporales integran al grupo, mientras que en las nuestras, tienden más a individualizar, a diferenciar al individuo. En las sociedades de la tradición la persona se diluye más o menos en el grupo, en nuestras sociedades la persona se convierte en un individuo, sólo se autoriza por sí mismo mientras que en las sociedades tradicionales la herencia de los antepasados bajo la protección de los dioses es esencial.

En los cincuenta, Lacan asocia la noción de signo al deseo. La marca remite, conmemora o imprimen en este contexto el acceso a lo que denomina cierto estadio del deseo y el atravesamiento de la castración que esto implica. De alguna manera, a través de las marcas, lo colectivo, la tradición, el mundo, se inscribe en el cuerpo y hace que este cobre sentido. Pero hoy nos encontramos con la proliferación del tatuaje, algo que para muchos es un índice de debilitamiento de los ideales y grandes relatos que sostuvieron el orden simbólico tradicional. Entonces ¿Qué sucede en la actualidad con el sentido de las marcas que se imprime en el cuerpo?

En la actualidad, el tatuaje es investido como signo de embellecimiento del cuerpo, ya no se asocia con la marginalidad (a menos que haya una voluntad deliberada de mostrar figuras agresivas u obscenas, lo que es mucho más raro hoy en día). La metamorfosis de la apariencia se inscribe de una vez por todas en la carne, contribuye al sentimiento de sí mismo. El tatuaje hoy se transforma en cultura, y no en un entusiasmo temporal. Esta pasión por el tatuaje se inscribe en un ambiente social en el que el cuerpo se percibe como un elemento de la construcción de uno mismo. Percibido como incompleto e imperfecto, el individuo se dedica a la tarea de tomarlo en sus manos y de «mejorarlo» con su estilo particular. El tatuaje es hoy un fenómeno planetario que no deja de ganar terreno. En nuestras sociedades contemporáneas, la piel se mueve a la espera de fabricar una presencia en el mundo, en una sociedad donde prime la apariencia, la necesidad del look. Superficie de inscripción del vínculo, encierra al sujeto de manera viva, porque es también apertura, lugar de paso del sentido en la relación con el mundo. Pantalla, en la que se proyecta una identidad soñada, recurriendo a los innumerables modos de escenificación de la apariencia que rigen nuestras sociedades, arraiga el sentimiento de sí mismo en una carne que individualiza. La asignación a la identidad, que quisiera un cuerpo intangible, se borra ante el signo cutáneo que reformula la existencia de manera más o menos sensible según las circunstancias y las intenciones del individuo. A falta de grandes relatos para orientarse en la existencia, las marcas corporales sugieren finalmente los pequeños relatos para existir a pesar de todo como sujeto. Y, de hecho, nuestros contemporáneos son inagotables en sus tatuajes, como he constatado con varias investigaciones. La experimentación sustituye a las antiguas identidades basadas en el hábito y la identificación. El sentimiento de sí es entonces trabajado incansablemente por un actor cuyo cuerpo es la materia prima de la afirmación propia según el ambiente del momento, la primera fuente de una identidad que se ha convertido en narrativa.

En una fase posterior de la elaboración lacaniana, la noción de signo comienza a articularse a un orden de la experiencia que excede la estructura del lenguaje y el orden del significante. Usted se ha ocupado de analizar el silencio como un modo actual de acceder a este orden de la experiencia para el cual el lenguaje no alcanza. Este tema nos interroga, ya que el silencio ocupa un lugar en la experiencia de un análisis. El silencio puede tener sentido, puede estar relacionado a lo inefable, también a la pulsión. Pero también puede relacionarse al saber que se supone en un analista, una posición en la cual el silencio cumpliría una función operativa ¿Cómo entiende usted el silencio en nuestro contexto social actual?

El recurrir al silencio hace que el terapeuta esté más dispuesto a escuchar la palabra de un paciente, siguiendo los meandros de su marcha a lo largo del inconsciente. El silencio del analista no es ni un mutismo ni un vacío, ya que su presencia no deja de contener los significados que el paciente le presta. No se trata de que el analista no haga ruido, sino de callar, es decir, de testimoniar un silencio activo, pesado con una tensión que mantiene al paciente en estado de alerta. El analista podría hablar, pero opta por abstenerse para escuchar mejor y para que su palabra suene más cuando la toma. Freud recomienda que su inconsciente se injerte en el de su paciente a través de una atención «flotante», evitando una fijación demasiado rígida sobre la palabra enunciada, por miedo a influir demasiado personalmente en el desarrollo de la cura. En análisis, incluso cuando el paciente se calla, habla sin su conocimiento por su postura, sus gestos, sus mímicas. La voz silenciada está desbordada por la locuacidad del cuerpo. A mis ojos, el silencio es siempre el equivalente de una palabra, de una presencia. En la cura, no se trata de una laguna del sentido, está lleno de una presencia activa, de una apertura al otro, es una disponibilidad al sentido. El silencio no es sólo una resistencia, una forma de esquivar, un valor negativo que hay que superar o un síntoma que hay que desestimar, la cura no se desarrolla únicamente a través de la soberanía de la palabra enunciada. Todo hace sentido. En algunos pacientes el silencio es garantía de la soberanía de un ritmo necesario que protege la economía psíquica de un paciente que teme ser empujado sin beneficio o con el riesgo de perder su arraigo en el mundo. Ante una precipitación que lo asusta, porque no sabe aún si está suficientemente armado para avanzar, opone su moderación, que sólo desata el tiempo y el trabajo del inconsciente bajo la protección de su analista. Avanzando a su ritmo, el paciente conjura su miedo al colapso, y el silencio es también para él una herramienta, un péndulo para mantener alejado su miedo de lo que percibe en sí mismo de abismo. El silencio del analista o del paciente no tiene el mismo significado a lo largo del desarrollo de la cura y, más aún, según su resonancia interior para uno y otro.

Hay un acontecimiento histórico de relevancia a la hora de pensar esa zona de la experiencia para la cual el lenguaje no alcanza. Fue abordada por Walter Benjamin a partir de la experiencia de quienes sobrevivieron a las Guerras Mundiales. El silencio, como imposibilidad de narrar lo sucedido alumbró el siglo XX, sin embargo, usted ve en el silencio una posibilidad de afrontar el ruidoso siglo XXI ¿Podría ampliar esta idea?

La tiranía de la comunicación propia de nuestras sociedades es una acusación del silencio, como es una erradicación de toda interioridad. No deja tiempo para la reflexión o el ocio, porque prevalece el deber de comunicación. El pensamiento exige paciencia, deliberación; la comunicación se realiza siempre con urgencia. Transforma al individuo en una interfaz o lo destituye de los atributos que no se refieren plenamente a sus exigencias. Es una interrupción permanente del silencio de la vida, su ruido toma el lugar de las viejas conversaciones. Esta palabra interminable no tiene respuesta. No es del orden de la conversación, ocupa el terreno más bien sin preocuparse por las respuestas, y gracias al teléfono móvil persigue al individuo e incluso lo desaloja de sus lugares más secretos, más íntimos. Aunque no es necesariamente un monólogo, a veces tiende a ser una forma locuaz de autismo. La tragedia contemporánea sería el silencio, un apagón generalizado de las computadoras y de los teléfonos móviles, en resumen, un mundo libre de la palabra de los más cercanos, a la apreciación personal. Hoy sería el colmo de la desolación. El mundo contemporáneo transforma al hombre en lugar de tránsito destinado a recoger un mensaje infinito. Dar vuelta al hombre como un guante ya que él está totalmente presente en sí mismo en su superficie. La fuerza significante de la palabra se desacredita o se desvanece en una charla interminable de vocación esencialmente fática, pero que olvida el mundo vivo de los más cercanos. Acabo de pasar por un restaurante y vi a una familia detrás de la ventana. Ambos padres estaban hipnotizados por sus teléfonos celulares y los tres niños estaban totalmente abandonados, librados a su suerte. La proliferación técnica de la palabra la hace inaudible, intercambiable, descalifica su mensaje o exige una atención particular para escucharla en el bullicio que la rodea o en la interferencia de los sentidos de nuestras sociedades. La disolución mediática del mundo conduce a un ruido ensordecedor, a una equivalencia generalizada de lo banal y del horror que anestesia los sentidos y ciega las sensibilidades. La hemorragia del discurso nace de la imposible sutura del silencio. La comunicación que teje interminablemente con sus hilos en las mallas de la trama social se presenta bajo el modo de la saturación, no sabe callar para ser oída, carece del silencio que le daría un peso, una fuerza. Y la paradoja de este discurrir interminable es que percibe al silencio como su enemigo jurado: ningún blanco en la televisión o en la radio, por ejemplo, imposible dejar pasar ni de contrabando un instante de silencio, siempre reina un flujo ininterrumpido de palabras o músicas como para conjurar la amenaza de ser escuchado finalmente, imposible no responder a los SMS o a los correos electrónicos. En la comunicación, en el sentido moderno del término, ya no hay lugar para el silencio, hay una coacción de palabra, de hacer de garganta de una disponibilidad sin fallas. Ya no necesitamos al Gran Hermano. El pecado imperdonable en este contexto es callarse. La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso, no comprende que a veces es la palabra la que es la laguna del silencio. El silencio es el enemigo jurado de la comunicación, su tierra de misión. En efecto, implica interioridad, meditación, una distancia tomada de la turbulencia de las cosas, el tiempo del pensamiento. El único silencio de la comunicación es el del desperfecto, de la avería, del fallo de la máquina, del cese de la transmisión. Es una cesación de la tecnicidad más que la emergencia de una interioridad. El silencio se convierte hoy en un vestigio arqueológico, un remanente que aún no se ha erradicado. Anacrónico en su manifestación produce el malestar, el intento inmediato de eliminarlo como a un intruso. Pero al mismo tiempo resuena como una nostalgia. La ebriedad de la palabra hace envidiable el descanso, el goce de pensar por fin el acontecimiento y hablar de él tomando tiempo en el ritmo de una conversación que avanza a paso de hombre, deteniéndose finalmente en el rostro del otro. Y el silencio, reprimido como estaba, adquiere entonces un valor infinito. El silencio es hoy una de las formas más agudas de resistencia a las violencias simbólicas del mundo de la comunicación y de la disponibilidad obligatorias.

En la clase del 20 de enero de 1971 Lacan pronuncia la siguiente frase: “el subdesarrollo no es arcaico, se produce, como todos saben, por la extensión del poderío capitalista. Diré incluso más, percibimos, y percibiremos cada vez más, que el subdesarrollo es precisamente la condición del progreso capitalista.” ¿Considera que es posible identificar signos de esta predicción lacaniana en el mundo actual? De ser este el caso ¿Cómo incide este fenómeno en los cuerpos?

En una sociedad en la que se imponen la flexibilidad, la urgencia, la velocidad, la competencia, la eficacia, la disponibilidad, etc., ser uno mismo no parece natural en la medida en que hay que adaptarse en todo momento a las circunstancias, asumir su autonomía, estar disponible para su empresa, su familia, sus amigos. El valor asociado al sentido, a lo simbólico se empobrece. Ser uno mismo se hace difícil y exige un esfuerzo que no acaba nunca. La existencia ya no se da siempre en la evidencia, es a menudo, en efecto, una fatiga, un motivo de falsedad, el sentimiento de que el sentido se borra. El gusto por vivir a veces se vuelve difícil de sostener. La tentación de desaparecer de uno mismo responde al sentimiento de saturación, de excesiva plenitud experimentada por el individuo. Búsqueda de una relación amortizada en los demás, es una resistencia a los imperativos de construir una identidad en el contexto del individualismo de nuestras sociedades y sobre todo del neoliberalismo cínico que impregna no sólo la economía sino también las relaciones sociales. Muchos de nuestros contemporáneos anhelan que la presión sobre sus hombros se suavice, que se suspenda este esfuerzo que hay que realizar sin cesar para seguir siendo uno mismo con el correr de los tiempos y las circunstancias, siempre a la altura de las exigencias hacia uno mismo y hacia los demás. Desaparecer de uno mismo equivale a liberarse de las restricciones de identidad que imponen permanentemente asumir sus responsabilidades hacia su familia, su empresa, sus amigos, etc. sin poder recuperar el aliento. A veces, la depresión, el derrumbe, el burn out del vínculo significativo con los demás y con su propia vida, rompen todo narcisismo, y el individuo fracasa en aferrarse a su cuerpo y se deja llevar dolorosamente. Una forma difícil de desaparecer por un momento.

Es posible pensar que una de las consecuencias de ese subdesarrollo tiene que ver con la decadencia de lo simbólico y trae aparejado lo que, en el marco de la discusión psicoanalítica, ha sido interpretado como una aversión por el lenguaje ¿Considera que es posible hallar signos de esta aversión por el lenguaje en los cuerpos o en terrenos tales como el arte o la política?

En efecto, estamos en un mundo en el que la dimensión simbólica pierde gran parte de su poder de conectar a las personas entre sí. El sentido, por supuesto, está siempre presente, es inherente a la condición humana, pero ya no está vinculado, al contrario, se individualiza. El planeta digital es, por ejemplo, un universo sin control en la medida en que cualquiera puede publicar cualquier cosa, lo que alimenta trágicamente las fake news. No se trata de una democratización de la información que ha estado presente en la pluralidad de la prensa o de las cadenas de televisión desde hace décadas, sino más bien de un aplanamiento, de la transformación de la información en un espejo de sí mismo, la preocupación de vivir en un mundo que se ajuste estrictamente a sus ideas, sin que sea posible ninguna verificación, un mundo sin otro. Este universo virtual es propicio a los fantasmas, la menor información es inmediatamente desmentida y siempre apta para alimentar los rumores de conspiraciones. Es un mundo de la omnipotencia del pensamiento, donde el narcisismo encuentra poco el límite del otro. Internet al respecto no es un instrumento de conocimiento sino un instrumento de consolidación de las creencias no formuladas que presidían la consulta. Cada uno encuentra lo que buscaba y se enorgullece de haber sabido confirmar su opinión a pesar de los obstáculos, aun cuando pocos la comparten a su alrededor. El crecimiento de Internet va de la mano con la disminución de la cultura general individual y una amnesia de la historia. Lo que importa ahora no es lo que pasó, sino lo que la gente cree que pasó.