Tres relatos de fe en El Sacrificio de Tarkovski
Primera escena. La película se abre con una imagen de La adoración de los reyes magos de Leonardo. En el centro de la escena se encuentran la madre y el niño, rodeados por los magos que vienen desde Oriente a dar sus regalos al que nace. Atrás, unos caballos oscuros pelean y dan cuenta de un mundo conflictivo, en tensión, que contrasta de manera notable con la paz de la escena principal del cuadro. Inmediatamente, Tarkovski nos brinda una de esas imágenes duraderas cuya repetición, al comienzo y al final, da que pensar. Al comienzo, un padre y un niño pequeño, que luego sabremos que es el hijo del protagonista, levantan y vuelven a plantar un árbol seco a la vera del camino. Al final será el hijo, un niño pequeño, el que lleve dos baldes llenos de agua, con esfuerzo, para regar ese árbol: un “pequeño experimento japonés” que el padre ilustra al comienzo al contar la historia de un viejo monje que planta un árbol estéril e indica su cuidado ―un riego paciente―a su discípulo. ¿Qué impulso sino algún tipo de “fe” lleva al niño a regar un árbol seco, a caminar largamente y soportar un enorme peso por el bien de algo diferente a él mismo, por una comunidad con ese árbol solitario a la vera del camino?
Segunda escena. Otto, el cartero, es un mensajero singular que hace su aparición en bicicleta, cuando el padre y el hijo contemplan el árbol. Se trata de un personaje a la vez infantil e ingenuo, y con cierto tinte humorístico, casi bufonesco. En el primer diálogo adelanta su mensaje: llega el tiempo de abandonar la angustiosa “espera de algo” del protagonista. No obstante, no es la acción lo que opone a la espera, sino la fe: “cree que se te ha dado, y se te dará”[1] le dice a Alexander. Esto adelanta un poco que la acción que va a llevar adelante el protagonista, el sacrificio, supone una transformación radical, una donación de sí que sólo es posible en el horizonte de una fe. Así lo señala con motivo de su regalo a Alexander por su cumpleaños: un cuadro enorme del siglo XV que contiene un mapa original de Europa, y que el cartero ha transportado con dificultad en su bicicleta. Efectivamente, el cartero señala que “cada regalo involucra un sacrificio. Si no: ¿qué tipo de regalo sería?”.
Tercera escena. La televisión ha dado noticias de una guerra terrible que se avecina. Alexander, el actor que ha huido de la actuación porque le “daba vergüenza actuar como un buen hombre”, ha entendido que la salvación sólo es posible por un acto de fe, por un sacrificio por la humanidad que supondrá nada más ni nada menos que el incendio de su propia casa ―una casa en la que reina una mujer neurótica que no tiene paz y que no pueda transmitirla a nadie―, la incomprensión de los otros, el aislamiento, la locura.
Traigo estas escenas porque tienen el peso de las imágenes y, tal vez, en su sencillez pueden servir como vías para pensar el sentido (o el sin sentido) de la fe religiosa para el mundo moderno: nuestra extrañeza respecto de ese “estado anímico”. Pero también, nuestro anhelo por esa responsabilidad nunca satisfecha de sí misma y llena de compasión por los más infelices de este mundo.Su rechazo por la moral burguesa, la convicción interior de que hay que luchar contra el mal de este mundo por la “comunidad de todos los hombres”. Algo que tiene un sentido más allá de la sobrevivencia como valor, la devoción por lo que uno sueña y espera. Por último, ilustran la soledad de los hombres de fe en este mundo. Hay un texto de Hannah Arendt poco conocido que señala esta soledad y pone reparos a cualquier intento de crearla políticamente:
Las discrepancias entre las confesiones religiosas palidecen ante el gigantesco abismo que se ha abierto entre un mundo cerradamente ateo y una existencia religiosa vivida asimismo en este mundo. Pues llevar una existencia radicalmente religiosa en este mundo no significa sólo estar en soledad como individuo ante Dios, sino estarlo mientras los demás no están ante Dios (Arendt, 2005, pp. 65-66).
Entonces: ¿se puede interrogar por el “futuro de la fe” ―según la interpelación de la Revista LAPSO― por fuera de esa experiencia de una existencia radicalmente religiosa? En todo caso, Tarkovski nos ofrece una imagen de esa soledad retratada por Arendt, pero también la pregunta por esos personajes modernos complejos que no disimulan esa complejidad, que “buscan” eso que en la fe aparece como una decisión por, y una esperanza en, la comunidad de los hombres. ¿Dónde miran los intelectuales atormentados del cineasta ruso: un actor intérprete de Hamlet que ya no quiere actuar que actúa sino actuar, o como en Nostalgia (Tarkovski, 1983), un escritor ruso exiliado en Italia que busca la biografía de un músico ruso exiliado en Italia, y que es interpelado por Doménico, un “loco” matemático que se incendia en una plaza italiana advirtiendo a la humanidad del desastre? ¿Es por amor o respeto a ese loco que el protagonista de esta otra película del director ruso, Nostalgia, nos brinda ese último acto que interroga por el futuro de la fe? Porque el intelectual en el exilio debe cumplir ―y cumple― el mandato de ese loco que le da la más alocada indicación: cruzar con una vela encendida ―cuidar ese fuego― un baño termal vacío. Diría, tal vez, que no sabemos si ese intelectual cree en Dios, sino que más bien escucha el mensaje de los hombres débiles. De su interés por el “hombre débil” dice Tarkovski:
en cuanto a sus características externas no es un luchador, pero [para mí] es un vencedor en la vida (…) en mis películas nunca hay héroes, siempre hay personas cuya fuerza resulta de su convicción interior y también del hecho de que son capaces de asumir la responsabilidad hacia otras personas (…) personas así recuerdan en muchos casos a niños con un pathos propio de adultos, porque sus actitudes, de cara al ‘sentido común’, son tremendamente carentes de realismo, desprendidas de sí mismo.(Tarkovski, 2002, p. 232)
Creo que la pregunta por el futuro de la fe es interesante si es una pregunta por eso que, en esa experiencia, nos permite pensar en fuentes escondidas de nuestra existencia que pueden “transformar nuestras vidas”: llevarnos a reflexionar sobre el futuro de la humanidad, sobre su mejora moral, sobre nuestra capacidad de resistir al mal. Entiendo que Tarskovski no piensa aquí en la necesidad de un Dios ni en la invención de uno “ante” el que nos situaríamos en soledad. Más bien: ¿qué experiencias de nuestras vidas seculares en malestar tiene la capacidad de darnos un mensaje tal: de la dependencia respecto de los otros, de la necesidad de hacer un servicio al prójimo con toda libertad, de la disposición a ir más allá de nuestros intereses más inmediatos, etc.?
La pregunta por la comunidad política
He escrito lo anterior con la idea de presentar el sentido de la fe en sus propios términos, en su extrañeza y en su bondad. Y sobre todo me he centrado en esa fe cuyo contenido ha sido tan medular para nosotros (cristianos o no), que es la expresada en el Evangelio. Porque muchas veces me preocupa que esa experiencia se ligue a una determinada institucionalización, centrada en los castigos o las amenazas, o en el decálogo y los catecismos que tienen que ver con la imposición de un dogma, o con la enseñanza de una ritualidad vacía. En parte advirtiendo el error de esta posición, Arendt se oponía a la idea de que los totalitarismos eran “religiones seculares” fundadas en la “movilización de fanáticos creyentes”. La dimensión profundamente anti-institucional de la comunidad fundada en la fe era algo que la pensadora alemana había advertido centrándose en el ejemplo de Jesús y su bondad: hay que pensar en toda su radicalidad, al preguntarse, como lo hace la presente revista, por la relación entre ‘las’creencias, lo que ‘hace’comunidad (existiendo cierto debilitamiento de las instituciones), la posverdad, Fake news, etc. Digo “radicalidad” porque hay que pensar en toda la radicalidad ―el sacrificio― que está implicado en esa fe cristiana ligada al “¡Seguidme!”: abandona tu familia, tus hijos, la aprobación o el reconocimiento de los otros; pon la otra mejilla, ama a tus enemigos, “que tu mano izquierda no sepa lo que hace tu mano derecha”. Por eso la autora advertía que esta experiencia era anti-política, que no se podía fundar allí la comunidad política de los hombres: las veces que esto se había intentado, o bien se había desvirtuado la propia fe, o bien todo había conducido al “terrorismo de la virtud”. La preocupación de Arendt era por la comunidad política y su pluralidad ―la paradójica “pluralidad de seres únicos”, que viven como “seres distintos y únicos entre iguales”(Arendt, 1993, pp. 200-202) ―, y por el tipo de energía moral que estaba o podía pensarse que estaba en la base de ese tipo de “comunidad”. No entraremos en aquellas páginas de La Condición Humana en donde se desarrolla este tópico, pero sí me parece importante señalar que la filósofa fundaba esta energía en la capacidad de hacer “promesas”: en nuestra capacidad de hacer relativamente presente el futuro, de crear islas de certidumbre en un océano de incertidumbre. Además, pensaba en una promesa no fundada en el miedo ―una respuesta que proseguirán, a partir de Hobbes, insignes representantes―, sino en algo que la autora pocas veces explicita: un amor por el mundo común que hay “entre” los hombres en tanto iguales que son diferentes, que es también un tipo de confianza no ingenua “en lo que los hombres pueden hacer” con lo que han hecho de ellos.
La advertencia arendtiana acerca de esta dimensión antipolítica de una comunidad fundada en la fe, en especial de lo que consideraba su paradigma ―un modo de vida pura y auténticamente cristiano con todos sus elementos anárquicos(Arendt, 2008, p.68) ―, no significó que no advirtiera el “valor” de ciertos hombres de fe en política: en especial para aquellas instituciones tradicionalmente ligadas a la autoridad, las “Iglesias”. Es precisamente este contrapunto entre “Iglesia” y “fe”, lo que destaca en ese desconocido artículo que esta amante de Lessing y de Kant escribió sobre el llamado “El buen Papa Juan”, Juan XXIII, en 1965, a dos años de su muerte. “¿Es que nadie se dio cuenta de quién era este hombre?”(Arendt, 2008, p.67).
Esta pregunta hecha por una mujer del pueblo italiano es el hilo conductor de la breve historia con la que Arendt relata la vida de Angelo Giuseppe Roncalli. Fue elegido papa en 1958 por un cónclave que lo consideró como una figura de transición: todo el mundo, indica la autora, lo consideraba una “figura sin consecuencias”.Sólo por eso fue ungido. Lo que no advirtieron era “la fortaleza de un hombre que entendía que su modelo era Cristo”, y que ya a los 18 años indicaba que “parecerse al buen Jesús era ser tratado como un loco” (Arendt, 2008, p.68). Sobre todo, por la propia Iglesia, dice la autora, “más preocupada por mantener la creencia en los dogmas que en la simplicidad de la fe”(Arendt, 2008, p.68). Dos enseñanzas, si cabe hablar así, extrae Arendt de la breve, pero profunda transformación que pone en juego Roncalli en la Iglesia católica. Por una parte, su breve mandato da cuenta de la “fortaleza” de su fe fundada en el “amor a Jesús”, una fe que puede mover montañas, que no equivale a docilidad ante los hombres, en especial frente a la alta curia eclesiástica. Entre sus primeras medidas, encontramos la reducción de los altos estipendios y la vida de lujo que en ocasiones llevaban obispos y cardenales, la mejora de las condiciones laborales de los trabajadores del Vaticano (que carecían en muchos casos de los derechos reconocidos a todos los trabajadores en Europa), la designación, por primera vez, de cardenales indios y africanos. En este aspecto, la autora indicaba que la vida de Papa enseñaba al resto de la curia que la “humildad ante Dios” no es lo mismo que la “docilidad frente a los poderosos”. Por otra parte, que esa fortaleza era iluminada, en este caso, por el buen juicio político de un conductor de la Iglesia. Esto es, por la idea de que, para la promoción de una comunidad cristiana, también era indispensable una reforma institucional profunda, que es lo que se propuso al poner en marcha un Concilio Ecuménico y la revisión del código de Derecho Canónico. En este caso, podemos decir, actuó con otros como un primus interpares, dando inicio a una empresa humana que continuarían otros, sin certeza sobre su realización efectiva. Como hombre de “fe”, convirtió su labor en una centrada en la fortaleza moral individual ―no en el poder de los muchos― de “uno contra todos”. Como hombre político, convirtió su acción en una centrada en el poder de “uno con otros”.
Comunidad, sacrificio del intelecto y juicio
No quiero dejar de destacar que es solamente en alianza con eso que llamé “juicio político” que Arendt está dispuesta a mantener un lugar para la fe en el mundo político moderno. Uno podría decir que en este caso se trata de una armonía excepcional, casi impensable en el mundo moderno, que es nuestro mundo. Estamos más bien acostumbrados al conflicto entre ambas dimensiones: por razones que tienen que ver, entre otras cosas, con la radicalidad de la demanda de fe misma ―una demanda que entiendo “deshace comunidad” más que hacerla, al menos las comunidades de este mundo―. Pero hay otro aspecto que también es fundamental. Lo señalo brevemente teniendo en mente la historia de ese hombre de fe en el trono de la Iglesia. Como señala Arendt, la opción por la fe supone la elección por una “pobreza de espíritu” que no es equivalente a un culto por lo simple o lo irracional, sino a un reconocimiento y a una confianza en la autoridad y la bondad de aquel que llama e interpela como un “padre”. Por eso, Arendt indicaba, citando la autobiografía del propio Roncalli:
No hay duda de que fue la “pobreza de espíritu” la que le preservó de las “ansiedades y las perplejidades agotadoras” y le dio la fuerza de una “osada simplicidad”. En tal “pobreza de espíritu” está también la respuesta a cómo pudo ocurrir que se eligiese al hombre más osado cuando se buscaba a alguien complaciente y acomodaticio (…) Probablemente muchos pensaron que era un poco tonto ―al fin y al cabo, vivía en un medio de intelectuales―; que era no ya una persona sencilla sino un simple (Arendt, 2008, p.78).
Precisamente, son estas personas “sencillas” ―no simples, no “crédulas”, no “necias” ― las que interpelan a Tarkovski, y a sus torturados intelectuales. No podemos si no conmovernos por ese cartero que nos hace reír, que nos da ternura, como un “niño grande”. Tampoco podemos dejar de conmovernos por esos otros personajes torturados que intentan responder a su demanda.
Volviendo con esto último a nuestras preguntas. El siglo veinte ha mostrado los peligros ligados a una distorsión de esa “fe viva”que Arendt veía posible en algunas vidas concretas. Distorsiones ligadas a la equiparación de la “fe” con cualquier tipo de afirmación dogmática pero firmemente creída, o la idea de que ésta supone la asunción irracional o “primaria” de algún tipo de liderazgo cruel. La autora siempre pensó que la movilización totalitaria no estaba fundada en la fe viva, sino en la necesidad de una certeza absoluta de los hombres que se sienten “superfluos”. También pensaba que, entre la verdadera fe, centrada en el valor de la bondad y el servicio a los otros, y la movilización totalitaria que pervertía estos valores de raíz ―sólo conservando la “cáscara vacía de la fe”― la modernidad aun nos deparaba la posibilidad de la política, en sentido amplio. De “hacer” comunidad mundana, una comunidad que articula a los “absolutamente diversos en consideración a una igualdad relativa”; una igualdad que los convertía en “iguales que son diferentes”. Hacia el final de su vida, defendió, creemos de manera consistente e interesante, que la actividad que era indispensable para poner freno al nihilismo y al relativismo inherente a la lógica totalitaria, no era la imposición de una “fe muerta”, sino una confianza en la actividad de juzgar algo: de decir “esto está bien”, “esto está mal”. Esta actividad, fundada en la habilidad de “ponernos en el lugar de cada otro”, de “ejercitar nuestra imaginación” para pensar lo particular y cortejar al otro esperando un acuerdo, o discutiendo con él, puede exigirse a todos, a los que tienen una “fe viva”, como a aquellos que no la tienen.
Sin dudas, cierta fe en la comunidad política es necesaria, como reclamaba Arendt, para ejercer juicios. Una confianza en lo común de nuestra comunidad que se expresa en nuestros criterios de juicio, pero también en la calidad de nuestras leyes y de nuestras instituciones fundadas en éstas. Pensando en la convocatoria de la revista: el juicio “hace comunidad” por medio de la conversación, la disputa, el pensamiento crítico y la preocupación por nuestras instituciones. Pero es una comunidad más bien frágil, acechada por la división que nos constituye. Cuando sabemos que esa división existe, y sabemos que existe, ya no es posible ni deseable “volver atrás” sin caer en fantasías peligrosas de unidad, o en los tormentos del que quiere creer, pero no puede,padecimientos a los que nos tiene tan acostumbrada nuestra compleja y retorcida “alma moderna”.
Notas
[1] Claramente, el cartero está brindando una versión de los Evangelios. Cf. Mateo: 21: 22, y Marcos: 11:24.