Resumen
En el presente trabajo, se apuesta a introducir la pregunta por el deseo, su estatuto en la clínica analítica, y su valor respecto a una época marcada por el imperativo al goce y la burocracia del yo. Para ello, se analizarán las resonancias del sintagma “tomar el deseo a la letra” (Lacan, 1958 [2010], p. 590), como un principio ético de orientación en la dirección de la cura analítica; y su contrapunto con la noción de “deseo puro” asociada a la tragedia de Sófocles, Antígona, según lo plantea Lacan (1959-1960 [2007]) en su Seminario 7. Finalmente, a partir de la tensión entre ambos sintagmas, se desarrollará una advertencia fundamental que sirve a modo de brújula, a saber: orientarse por el deseo, no es sin embargo, hacer de eso un imperativo.
Abstract
In the present work, we are committed to introducing the question of desire, its status in the analytic clinic, and its value with respect to a time marked by the imperative to jouissance and the bureaucracy of the self. To do this, the resonances of the phrase “take the desire to the letter” (Lacan, 1958 [2010], p. 590), as an ethical principle of orientation in the direction of analytical healing, will be analyzed; and its counterpoint with the notion of «pure desire» associated with Sophocles’ tragedy of «Antígona», raised by Lacan (1959-1960 [2007]) in his Seminar 7. Finally, from the tension between both phrases, a fundamental warning will be developed that serves as a compass, namely that to orient oneself by desire, is not, however, to make it an imperative.
Introducción
En La dirección de la cura y los principios de su poder (1958 [2010]), Lacan pone en cuestión las coordenadas que el psicoanálisis y los psicoanalistas habían adoptado en los últimos tiempos, a partir del trabajo de los post-freudianos, tanto en la teoría (por ejemplo a partir del concepto de contratransferencia) como en la práctica (lo cual se reflejaba en la dirección del paciente hacia el fortalecimiento del yo a partir de la identificación al analista). En ese marco, propone retomar la causa freudiana, y postula como indicación “Tomar el deseo a la letra” (Lacan, 1958 [2010], p. 590).
A continuación, se buscará reflexionar sobre los alcances de este sintagma, teniendo en cuenta, en primer lugar, la distancia existente entre deseo y demanda, y el estatuto de la interpretación a partir de la introducción de la referencia a la letra. Por otra parte, a partir de este primer desarrollo, se buscará establecer las implicancias éticas del sintagma, poniéndolo en tensión con la perspectiva del Seminario 7: La Ética del Psicoanálisis, a saber: “¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 373), tomando como caso paradigmático el del personaje de Antígona en la tragedia sofocleana.
1º escansión: sobre el Deseo y su relación a la letra en La Dirección de la Cura
Si bien la noción de deseo parecería ocupar un lugar central en el psicoanálisis por su relación al inconsciente, en el contexto de producción del texto de referencia, Lacan encontraba un abandono del mismo en la formación y la práctica de los analistas, a partir de la prioridad otorgada por la ego-psychology a fortalecer al yo, para responder de “mejor manera” a las tensiones devenidas de las exigencias de la realidad y del ello. En ese marco, no por casualidad, Lacan dedica su seminario anual a la cuestión del “Deseo y su Interpretación”, apuesta que sostiene también su escrito sobre la dirección de una cura. Allí, señala que, debido a que el deseo sobre todo en el sueño se presenta como paradojal en su insatisfacción, y que esto desafía la interpretación analítica, la decisión fue por la vía de desestimarlo o reducirlo a su relación a la demanda. En palabras de Lacan, tomando el caso del sueño de la “bella carnicera” trabajado por Freud:
Como este deseo no alcanza para nada (¿cómo recibir a toda esa gente con esa única rebanada de salmón ahumado?), no tengo más remedio al final de los finales (y del sueño) que renunciar a mi deseo de invitar a cenar (o sea, a mi búsqueda del deseo del Otro que es el secreto del mío). Todo ha fallado, y usted dice que el sueño es la realización de un deseo. ¿Cómo arregla usted eso, profesor? Así interpelados, hace un buen rato que los psicoanalistas ya no contestan, habiendo renunciado ellos mismos a interrogarse sobre los deseos de sus pacientes: los reducen a sus demandas, lo cual simplifica la tarea para convertirlos en los suyos propios. (Lacan, 1958 [2010], p. 596)
Por ello, Lacan intentará allí darle el estatuto que se merece a la condición del deseo, estableciendo algunas coordenadas para reubicar de qué se trata y cuál es la posición del analista que podría darle lugar, replanteando en ese sentido también el lugar del deseo del analista. Lo primero que advertirá es que el deseo no es igual a la demanda, por más que tenga una relación con ésta. Siempre se encuentra en un más allá de la demanda (en relación a los objetos de la necesidad) y un más acá (respecto a la demanda de amor). Confundir la causa del deseo con el objeto de la demanda conlleva a la pérdida del deseo en tanto tal, ya que la estimulación a la satisfacción de esta demanda no resuelve el conflicto del cual el sujeto emerge. De allí su primera indicación de no responder a la demanda en tanto, no sólo esa demanda no necesariamente expresa la causa del sujeto, sino aún más que de hacerlo seguramente el analista lo haría a partir de los propios ideales y/o deseos, es decir, lo haría desde el querer hacer el bien, querer curar.
Dice Lacan: “la satisfacción de la necesidad no aparece allí sino como el engaño contra el que se estrella la demanda de amor, enviando al sujeto al sueño donde habita el limbo del ser, dejándolo en él hablar” (Lacan, 1958 [2010], p. 597); es decir que responder por la vía de la satisfacción de las demandas no hace más que anclar al sujeto en sus síntomas y mortificaciones, retrasando la posibilidad del despertar en tanto el encuentro con su causa verdadera. Y agrega:
La importancia de preservar el lugar del deseo en la dirección de la cura necesita que se oriente ese lugar con relación a los efectos de la demanda, únicos que se conciben actualmente en el principio del poder de la cura (…) nunca se ha pensado en ceder a la ilusión del paciente de que facilitar su demanda para la satisfacción de la necesidad arreglaría en nada su asunto (…). El deseo, por más que se transparente siempre como se ve aquí en la demanda, no por ello deja de estar más allá. (Lacan, 1958 [2010], p. 603)
Ahora bien, para darle lugar al deseo, sin caer en identificarlo a la demanda y su satisfacción, avanza un poco más, al señalar que “no se capta sino en la interpretación” (Lacan, 1958 [2010]), p. 594), y de allí el valor del psicoanálisis en su propuesta distintiva respecto de otros discursos y prácticas. Esa interpretación, sin embargo, no apunta tanto a decir cuál es la causa del deseo, sino más bien a señalar lo que no es, o lo que intenta ser porque algo no lo es. Para demostrarlo, retoma el sueño de la “bella carnicera” trabajado por Freud, en donde el significante “caviar” como un representante de lo inaccesible, permite dar cuenta de cómo el deseo es “la metonimia de la carencia de ser” (Lacan, (1958 [2010], p. 593), en tanto el deseo surge de la hiancia que produce al sujeto en relación al pasaje de la demanda por los desfiladeros significantes. En ese sentido, aclarará:
La metonimia es, como yo les enseño, ese efecto hecho posible por la circunstancia de que no hay ninguna significación que no remita a otra significación, y donde se produce su más común denominador, a saber, la poquedad de sentido (comúnmente confundida con lo insignificante), la poquedad de sentido, digo, que se manifiesta en el fundamento del deseo. (Lacan, 1958 [2010], p. 593)
Así, el deseo vendría a ser el movimiento, la puesta en acto, de esa falta en ser, en tanto demuestra cada vez la incompatibilidad que posee con la palabra, y que en cada intento de nombrarlo no hace más que redoblar la apuesta de esa división, “que el sujeto sufre por no ser sujeto sino en cuanto que habla” (Lacan, (1958 [2010]), p. 604). Con la aclaración oportuna de que no se trata de la insignificancia o la insatisfacción, sino de una imposibilidad estructural del lenguaje, de la que, sin embargo, los psicoanalistas deben ocuparse. Para ello, como se señaló al inicio, Lacan indicará entonces que la interpretación analítica haría bien en “tomar el deseo a la letra” (Lacan, 1958 [2010], p. 590).
Pero esta indicación fuerza, no sólo a precisar el concepto de deseo, sino también el de la letra. En La instancia de la letra en el inconsciente, o la razón desde Freud (1957 [2014]), Lacan designa a la letra como “el soporte material que el discurso concreto toma del lenguaje” (op. cit., p. 463) y “la estructura esencialmente localizada del significante” (op. cit, p. 469). Para explicar de qué se tratan estas definiciones, recurre al trabajo del análisis de los sueños, entendidos como rebus. Esta concepción del sueño, que desarrolla de manera más extensa en Función y Campo de la palabra y el lenguaje en el Psicoanálisis (1953 [2014]) remite tanto a los acertijos gráficos en los que se debe reconstruir una frase a partir de ciertas referencias icónicas y simbólicas, como al plural de res en latín, que significa cosa.
En ese sentido, el sueño como rebus que debe interpretarse a la letra, da cuenta por un lado de la relación de la letra a los códigos que estructuran al inconsciente como un lenguaje y que hacen del sueño ya una interpretación que hay que descifrar, y por el otro a que esa letra, ese código o estructura, está relacionado con “la cosa” freudiana, inexistente en tanto tal, pero que se transforma en causa motor del aparato psíquico. Y agrega:
Freud estipula acto seguido que hay que entenderlo, como dije antes, al pie de la letra. Lo cual se refiere a la instancia en el sueño de esa misma estructura literante (dicho de otra manera, fonemática) donde se articula y se analiza el significante en el discurso. (Lacan, 1957 [2014], p. 477)
De esta forma, si bien en este tiempo de la enseñanza de Lacan la letra se equipara al fonema, y posee una relación más afín al significante y a la función simbólica, no deja de remitir a una dimensión libidinal que más adelante le permitirá otorgarle otro estatuto, más asociado al goce, lo real y el fuera de sentido. Mariana Gómez explica que al final Lacan entenderá que la letra no está destinada para ser leída, y sin embargo, se lee en un análisis a partir de entender que es “el signo considerado en su materialidad como objeto diferente en la cadena significante” (Gómez, 2007, p. 128):
La letra remite al goce, en tanto propiedad de un cuerpo viviente, y el goce reconduce al S1 (…). De este modo, dirá: “la función que le doy a la letra es aquella que hace a la letra análoga a un germen” (Lacan, 1972-73: 118), dándonos la idea de reproducción de la letra, en tanto viviente y la existencia del goce a condición de que la vida se presente bajo la forma de un cuerpo viviente, si bien esta condición de goce no es suficiente, hace falta otra condición, que es la del significante. (Gómez, 2007, pp. 128-129)
En consecuencia, quizás se podría pensar que ya sea que se interprete la letra por la vía del fonema o del signo-germen, la interpretación del deseo a la letra implica un trabajo de desciframiento, que acerca el analista al letrado, y un matiz oracular, más litoral que literal, para resguardar la potencia de lo vivo frente a la imposibilidad del lenguaje. Dirá Lacan:
¿A qué silencio debe obligarse ahora el analista para sacar por encima de ese pantano el dedo levantado del San Juan de Leonardo, para que la interpretación recobre el horizonte deshabitado del ser donde debe desplegarse su virtud alusiva? Puesto que se trata de captar el deseo, y puesto que sólo puede captárselo en la letra, puesto que son las redes de la letra las que determinan, sobre-determinan su lugar de pájaro celeste, ¿cómo no exigir al pajarero que sea en primer lugar un letrado? (Lacan, 1958 [2010], p. 610)
Así, la condición del deseo de ser captado a la letra, implica establecer las redes, las marcas, que han localizado al deseo en cierto síntoma-jaula, para devolverle su potencia de movimiento metonímico, asumiendo la falta en ser irreductible que lo causa; y no será en ningún caso el de empujar al sujeto a la satisfacción de sus demandas bajo la ilusión de que allí se encontrará la clave de su felicidad.
2º escansión: Antígona y el juicio final
Antígona (441 a.C) de Sófocles, es una de las obras que forma parte de la tríada compuesta por Edipo Rey y Edipo en Colono, y gira en torno al cuestionamiento y el incumplimiento de Antígona respecto de una ley que promulgó Creonte, su tío y rey de Tebas, sobre el entierro de sus dos hermanos muertos en combate, enfrentados entre sí. Dado a que Antígona realiza honores fúnebres a su hermano Polinices, es condenada a ser encerrada viva en una tumba; y aunque Tiresias intenta remediar la catástrofe que vendrá, convenciendo a Creonte de dar marcha atrás, cuándo éste recapacita, ya es demasiado tarde: Antígona se ha colgado, Hemon (hijo de Creonte) se suicida y la peste parece volver a Tebas. Lacan se interesó en Antígona en el Seminario VII. La ética del psicoanálisis (1959-1960 [2007]), una vuelta a los griegos que solía hacer por la particularidad que asume la noción de verdad, más como mostración y develamiento (que como demostración científica), fraterna con la perspectiva analítica.
En ese seminario, Lacan se abocará a reflexionar sobre los principios que deberían orientar al psicoanalista en su práctica, a los efectos que busca producir; teniendo en cuenta el problema de la moral (por ejemplo de curar o enseñar al paciente) en el tratamiento psicoanalítico, en tanto hablar de la moral tiene que ver con la pregunta por el qué hacer con la sexualidad, la satisfacción, el deseo y el goce. Desde el principio, señala que si bien los sujetos apuntan al encuentro de la felicidad; “para esa felicidad, nos dice Freud, absolutamente nada está preparado en el macrocosmos ni en el microcosmos” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 23). Esta imposibilidad estará marcada por el movimiento contrariado de la satisfacción del deseo, que se provoca por la imposibilidad de acceso al bien supremo o das-Ding. Este concepto fundamental del Seminario VII, antecesor del objeto a, se puede definir como un objeto que no existe en tanto tal, está fuera-de-sentido, es una “representación de una representación” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 91), algo absoluto pero siempre perdido e interdicto, que organiza y motoriza la vida subjetiva.
Como tal, no existirá entonces el objeto bueno y el objeto malo, sino lo bueno, lo malo y la cosa, y frente a esa cosa siempre se está a cierta distancia, aunque comanda el asunto (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 80). Ese das-Ding constituye así el Otro absoluto del sujeto, que se intenta volver a encontrar, y del cual no se puede volver a encontrar como objeto, pero sí sus coordenadas de placer (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 68). Das-Ding solamente representa una representación, pero “se presenta a nivel de la experiencia inconsciente como lo que ya hace la ley (…) una ley del capricho, arbitraria, también de oráculo, una ley de signos donde el sujeto no tiene garantía alguna, respecto de la cual no hay ninguna protección” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 91). En consecuencia, si la ley singular tiene relación con el deseo, es porque designa el objeto que queda prohibido, y de esa forma instala la metonimia de la carencia en ser que es el deseo, a sabiendas de que como es imposible de recuperar, el sujeto se mantiene siempre a cierta distancia de ese objeto que lo causa. Esa distancia será nombrada por Lacan como proximidad, por la cual el sujeto se constituirá en su propio prójimo.
Das Ding introduce pues, que no se puede obtener el placer sino contorneándolo y que habrá una diferencia entre el deseo (más del lado de ese rodeo y de la búsqueda constante) y el goce que se marca como una insistencia. En consecuencia advierte que “la pregunta sobre el bien cabalga entre el Principio de placer y el Principio de realidad” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 271), donde al psicoanálisis le conviene orientarse por un deseo que es más bien el de no-curar, no querer el bien del sujeto, que es caer en una cuestión moral. Esto lo diferencia de la elaboración histórica del bien, que da origen al poder, preocupado por producir bienes que puedan ser posibles de reparto. Así como Hegel ubicará en el debate del bien (entre el estado y los dioses) a la tragedia de Antígona; Lacan retomará esta tragedia para avanzar en sus postulados.
Desde el principio para Lacan, más que de la santidad, en Antígona se tratará de una pasión; pasión que la lleva a una acción que ella misma señalará que no haría por un hijo ni un hombre, sino solamente por un hermano. Esta motivación, hará que Lacan ubique a Antígona en el lugar del héroe porque desconoce la compasión y el temor, a diferencia de Creonte que duda y por ello es conducido a su propia pérdida. Lo que lo hace dudar, y fallar, es el querer el bien, es decir, el servicio-reparto de los bienes asociado al poder. Entonces, respecto de ese otro campo que Creonte franquea, y en el cuál se ubicará Antígona, Lacan dirá que se trata del límite de la segunda muerte; ya que el término en el que se centra el drama de Antígona es el Áté (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 314).
Ese límite introduce un espacio en donde no se puede permanecer demasiado tiempo, y Antígona dice estar allí, expresando que “está muerta desde hace tiempo”, un estar entre la vida y la muerte, donde sólo puede reconocer su vida en el momento en que la pierde (punto de iluminación de la tragedia). Lacan interpreta que no soporta vivir bajo las reglas de Creonte, a diferencia de su hermana Ismena, quien intenta disuadirla, ganándose su enemistad. Por eso, se puede reconocer en ella algo inhumano, no monstruoso, pero si inflexible, crudo, no civilizado, igual que su padre:
Que Antígona salga así de los límites humanos ¿qué quiere decir para nosotros? —sino que su deseo apunta muy precisamente a lo siguiente— que está más allá de la Áté. La misma palabra, Áté, sirve en atroz (…). Lo que está más allá de cierto límite no debe ser visto. (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 316)
El Áté representa entonces ese más allá dónde el sujeto puede confundir la satisfacción de la demanda con la del deseo, el traspaso de las coordenadas del Principio del placer que mantiene el goce en un nivel soportable. Antígona confunde así ese más allá del límite con su bien propio; es decir, un bien (el cadáver de su hermano) por el supremo bien; creyendo que esa sepultura digna podría reparar lo que ya estaba perdido. Y por ello, permanecer en el Áté por demasiado tiempo, es lo que también vincula a Antígona con la soledad del héroe, un aislamiento que si bien puede ser visionario también lo arroja fuera de la estructura, su estar entre la vida y la muerte, más cerca de la locura y del cansancio irremediable con el que llegan al final de la obra.
Por eso, Antígona yendo hacia el Áté, dirá Lacan, denuncia algo que no es del orden de la hamartía, la falta, el error, la tontería. Más bien, “la Áté que depende del Otro, del campo del Otro, no le pertenece a Creonte, es en cambio el lugar donde se sitúa Antígona (…) se afirma en un es así porque es así, como la presentificación de la individualidad absoluta” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 333). Evoca por eso una ley que está más allá del significante, y allí aparece para Antígona su hermano, Polinices, como algo único, que es porque sí irremplazable, y de allí su posición inquebrantable; ya que señala explícitamente que no realizaría este acto ni por un hombre ni por un hijo, sólo por él, un hermano de su misma sangre que no podría encontrar en ningún otro. Finalmente, Lacan define ese acto de Antígona, como un llevar “hasta el límite la realización de lo que se puede llamar el deseo puro, el puro y simple deseo de muerte como tal” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 339). Y agrega:
Reflexionen bien en ello —¿qué ocurre con su deseo? ¿No debe ser el deseo del Otro y conectarse con el deseo de la madre? El deseo de la madre, el texto alude a él, es el origen de todo. El deseo de la madre es a la vez el deseo fundador de toda la estructura, el que da a luz esos retoños únicos, Eteocles, Polinices, Antígona, Ismena, pero es al mismo tiempo un deseo criminal (…). La descendencia de la unión incestuosa se desdobló en dos hermanos; el uno representa la potencia, el otro representa el crimen. No hay nadie para asumir el crimen y la validez del crimen, excepto Antígona. Entre ambos, Antígona elige ser pura y simplemente la guardiana del ser del criminal como tal. Sin duda, las cosas hubieran podido tener un término si el cuerpo social hubiese querido perdonar, olvidar y cubrir todo esto con los mismos honores fúnebres. En la medida en que la comunidad se rehúsa a ello, Antígona debe hacer el sacrificio de su ser para el mantenimiento de ese ser esencial que es la Áté familiar. (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 339)
3º escansión: entre el deseo puro y el deseo a la letra
Lo curioso de la referencia de Antígona, en su tensión con el sintagma de La dirección de la cura (1958 [2010]), es que Lacan utiliza el concepto de deseo llevado hasta las últimas consecuencias; en el caso de Antígona un deseo criminal, para replantear la dimensión ética del psicoanálisis. Más allá de que a la altura de este seminario, Lacan no contaba con sus formulaciones sobre el goce y el goce femenino, y que por ende las discusiones sobre la noción de “deseo puro” giran en torno a dilucidar a qué se refiere Lacan con ello, resulta interesante poder establecer una relación entre ambos sintagmas, captando en qué punto se diferencian para habilitar consecuencias diferentes. Al respecto, una de las indicaciones que el mismo Lacan dará en Reseñas de Enseñanza, es “que la ética no ha de estar referida a la obligación pura. El hombre en su acto tiende hacia un bien. El análisis revaloriza el deseo en el principio de la ética” (Lacan, 1964-1968 [1984], p. 6). En ese sentido, en primera instancia, podemos suponer que orientarse por el deseo, no es sin embargo, hacer de eso un imperativo.
Asimismo, Lacan expresa que si al analista se le demanda algo es la felicidad, y más aún en un mundo donde la felicidad se convirtió en un asunto de la política, en tanto ya entonces se vislumbraba el cambio de época establecido por la posibilidad que se le presenta a los seres humanos de transformar sus deseos en comerciables, vendibles, es decir, en productos. El cambio de objetos ya está marcado por la articulación significante y el deseo; pero la realización de ese deseo aparece como un punto crucial a partir del “juicio final”, a saber, la muerte. Es esa muerte la que introduce el dinamismo en la vida, tal como se percibe en Antígona (ya que registra su condición de viva, cuando va camino a su muerte). En este marco, la cuestión que se juega en un análisis donde se demanda el soberano bien, se plantea como una cuestión cerrada, en tanto no solo que el analista no lo tiene, sino que también sabe que no existe.
De allí que “haber llevado a su término un análisis no es más que haber encontrado ese límite en el que se plantea toda la problemática del deseo” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 357). El sujeto tiene acceso en un análisis a su propia ley, en tanto comenzó a articularse incluso antes que él, es su Áté, aunque no llegue al punto trágico de Antígona. Frente a esto, lo único que el analista tiene para ofrecer es su deseo, deseo advertido, que no puede ser sobre lo imposible, y que es más bien parecido al no-deseo de curar, siempre y cuando no confunda deseo y demanda. Por ello, la experiencia que propone Lacan en el Seminario 7 es la de tomar la perspectiva del “Juicio Final —¿Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?” (Lacan, 1959-1960 [2007], p. 373). Con la advertencia, al igual que en La dirección de la cura (…) (1958 [2010]), de que esta vía no es la de la ordenanza de los bienes, que en realidad aleja al sujeto del deseo, sino respecto a la experiencia trágica de la vida, dónde “no hay otro bien más que el que puede servir para pagar el precio del acceso al deseo” (op. cit., p. 382); “operación mística que pago con una libra de carne. Este es el objeto, el bien, que se paga por la satisfacción del deseo” (op. cit., p. 383).
Para concluir
La apuesta ética por el deseo, eje de la experiencia analítica, que hace que la culpa que le interesa al psicoanálisis es la de ceder en el deseo, no remite a un deseo puro, que confunde la búsqueda de objeto con un objeto que representaría el soberano bien, que lo colmaría; sino más bien un deseo a la letra, que requiere de un desciframiento constante, en tanto siempre apuntará al horizonte deshabitado del ser por la condición de ser seres hablantes. Así, si la traición de los seres humanos es quedar al servicio de los bienes, atrapadas en la satisfacción de las demandas, alejándose de lo que soporta su causa; vale la recomendación de Lacan para los analistas de poner entre paréntesis a la demanda.
Asimismo, ya que “en cuanto al placer, no demasiado haga falta, a no ser que comience la pena, es cosa cuya significación propiamente no es sino ética” (Lacan, 1964-1968 [1984]), p. 16), conlleva tomar el deseo a la letra para devolverle al deseo su carácter de movimiento metonímico. De esta forma, la posición analítica podrá señalar cada vez la inadecuación constante entre lo real y el goce con el sentido producido por el significante y los objetos que se desprenden del servicio del bien. Una advertencia que servía en los tiempos de Lacan comandados por la Ego-psychology, y en nuestros tiempos, tan entrampados en la ilusión de la felicidad por la vía de la satisfacción a través de los objetos gadgets que el pseudo-discurso capitalista ofrece sin cesar.