Gestos de amor

GERARDO ARENAS

Resumen

Una comparación entre las palabras de amor, las cartas de amor, las pruebas de amor y los gestos de amor nos lleva a definir la especificidad de estos últimos. A partir de esto, exploramos lo que el gesto de amor tiene de signo en el sentido de Peirce. Analizar la economía de los goces involucrada en el gesto de amor nos permite despejar el valor que ese signo tiene para el partenaire. Por último, establecemos las coordenadas de la dificultad que entraña la realización de gestos de amor, y las cotejamos con las correspondientes a la experiencia analítica.

En una época como esta, en la que el odio y las pasiones violentas no solo imperan (hasta el punto de movilizar a poblaciones enteras en un mundo cada vez más caldeado), sino que además acaparan el interés y la preocupación de la intelectualidad global en una buena y justificada medida, puede sonar extemporánea la decisión de dirigir nuestra atención a los gestos de amor, que a primera vista parecen ubicarse en las antípodas de todo lo antedicho. Sin embargo, nuestra argumentación apuntará a mostrar que entre la violencia y el gesto de amor, más que una gran distancia, hay un delgado (aunque profundo) abismo. Para ello, deberemos al menos hacer un primer esbozo de la noción de “gesto de amor”. Ello nos permitirá formular y abordar algunos problemas que el gesto de amor plantea, tanto en el nivel de la teoría como en la pragmática de la vida misma, y ese trabajo posibilitará reemplazar el esbozo inicial por una concepción mejor acabada.

¿Qué es un gesto de amor?

Las palabras de amor, las cartas de amor y las pruebas de amor forman una constelación de la cual los gestos de amor forman parte. Ahora bien, si juzgáramos la magnitud de cada una de sus cuatro estrellas por la literatura que a lo largo de la historia ha suscitado, deberíamos concluir que los gestos de amor son el astro menos importante del conjunto ¿A qué se debe esto?

Podría invocarse un argumento muy simple, capaz de dar por cerrada la cuestión: las palabras, las cartas y las pruebas de amor no son más que variedades de los gestos de amor, y, en consecuencia, hablar de las tres primeras es hablar de los últimos, que las subsumen. La propuesta es seductora, ya que el argumento parece evidente, pero si revisamos en detalle lo que solemos entender por “gestos de amor” notaremos que algunos de estos no son ni pruebas, ni cartas, ni palabras.

Para demostrarlo, basta con dar un solo contraejemplo, y lo hallamos en la última historia de Relatos salvajes (Szifron, 2014). La venganza tiene un papel capital en las seis historias de esta película, pero el meollo común de todas es la indignación: los protagonistas enfurecen por no haber sido tratados dignamente, o bien pierden la dignidad que creían poseer, pero en uno u otro caso buscan, sin excepción, recuperar al menos un fragmento de la dignidad perdida. El conjunto parece destinado a mostrar de mil maneras que la dignidad ultrajada jamás retorna sin violencia y que esa violencia puede ser colérica y letal. En el último relato, Romina y Ariel disfrutan de su fiesta de casamiento hasta que ella descubre que él tuvo un affaire con una invitada, y logra que él confiese. En busca de la dignidad perdida, Romina visita todos los casilleros del cuadro creado por Lacan a lo largo de su décimo seminario, excepto el de la inhibición; pasa por el impedimento, el embarazo, la emoción, el síntoma, el pasaje al acto, la turbación, el acting out y la angustia, y su frenético y agotador derrotero es transitado, sin respiro, bajo el signo de la mayor indignación: se va del salón arrasada, se topa con un desconocido y cuando Ariel la descubre en plena actividad sexual con este, ella lo amenaza: “Me acostaré con cualquiera, divulgaré tus miserias y, cuando te suicides, me quedaré con todo” (Szifron, 2014), vuelve al salón, estrella a la amante de él contra un espejo, propone que todos finjan que la fiesta continúa, denigra a Ariel, y al fin, en shock, se quiebra. En ese instante, tiene lugar un giro inesperado: al verla tan desolada y abatida, él le ofrece la mano dignamente, la saca a bailar sin decir nada, y termina haciendo el amor con ella sobre una mesa.

Rebobinemos unos minutos la película y volvamos al momento en que Ariel le ofrece la mano a Romina. Si eso no es un gesto de amor, la expresión “gesto de amor” no quiere decir nada. Pero resulta que ese gesto, que obviamente no es una carta, tampoco consiste en palabras y, si bien bajo cierto ángulo cabe considerarlo una prueba de amor, incluirlo en esta categoría requeriría forzar mucho las cosas. Parece entonces más razonable admitir que hay gestos de amor que no son ni palabras, ni cartas, ni pruebas y que por lo tanto, el gesto de amor tiene caracteres propios que lo distinguen de estas, con lo cual la cuestión antes planteada no puede cerrarse de antemano por trivial. Habrá que explorar esa constelación con mayor cautela y sin prejuicios. Hacerlo en la dimensión diacrítica, que ya hemos comenzado a explorar, no será una mala apuesta. Prosigamos, pues.

Algunas palabras de amor pueden ser gestos de amor, aunque sólo en raras ocasiones, y cuando ello ocurre, no se debe a una peculiaridad de esas palabras (que, en general, son banalidades y hasta jaculatorias): el gesto no tiene esencia, pero llega a ser, y en este caso se produce por el hecho de pronunciar ciertas palabras en determinadas ocasiones. La clave está en hacer algo en éstas, así como, dentro del ejemplo mencionado, el acto de dar la mano a la novia adquiere la dignidad del gesto de amor por haber sido realizado en esa ocasión. De todos modos, no hay que exagerar aquí la importancia del “hacer”. En primer lugar, el gesto de amor no es gesto debido a su gestualidad; no lo define como tal su carácter de pantomima, sino el hecho de que en la ocasión de su surgimiento es un signo —cuyas características despejaremos más adelante—. En segundo lugar, porque el gesto de amor puede ganar ese valor gracias a un “dejar de hacer”, o sea, gracias a suspender algo que estaba haciéndose hasta el momento, de un modo similar a lo que Bateson observó en un detalle de la gestualidad francesa.

Por lo demás, si bien Lacan y Miller han subrayado la importancia de distinguir entre palabras de amor y cartas de amor, similares apreciaciones pueden hacerse respecto de la relación entre estas últimas y los gestos de amor. En efecto, algunas cartas de amor pueden ser gestos de amor, pero no todas, y por más que ellas no suelan reducirse a banalidades o jaculatorias, lo definitorio no es lo que dicen, sino lo que con ello se hace. Este “hacer” ha de tener, como en el caso de la palabra de amor, el valor de un signo específico.

Las pruebas de amor tienen un carácter diferente. Siempre se ha considerado que, para que un acto sea prueba de amor, debe tener un costado sacrificial o demandar un esfuerzo atípico, a veces extremo, y no hay duda de que hay pruebas de amor que por tal razón son gestos de amor. No obstante, una prueba de amor puede ser heroica y hasta arriesgada sin por ello constituir un verdadero gesto de amor. Así lo prueban las hazañas fantaseadas o efectivamente llevadas a cabo por el neurótico obsesivo, magistralmente analizadas por Freud en el caso del “Hombre de las ratas”. Más aún, tales proezas pueden valer como la anulación misma del gesto de amor, en una suerte de porfía que cabría resumir en la frase: “puedo hacer todo esto por ti, pero jamás recibirás de mí un gesto de amor”. Dicho en otras palabras, hay pruebas de amor que, en calidad de signos, poseen incluso el valor opuesto al que es propio de los gestos de amor.

En definitiva, esta primera exploración diacrítica muestra la conveniencia de considerar el gesto de amor como un tipo peculiar de signo, entendiendo “signo” en el sentido definido por Peirce, o sea, como something which stands to somebody for something: aquello que para alguien representa algo. Y, dado que, en el caso particular del gesto de amor, el “alguien” es invariablemente el partenaire amoroso, nuestra indagación deberá apuntar a definir con exactitud qué debe ser ese “algo” para que el “aquello” sea un signo de amor.

¿De qué es signo el gesto de amor?

Si bien la literatura analítica en relación con el asunto que nos ocupa es, además de escasa, bastante pobre, una fugaz observación de Lacan tiene potencia suficiente para servirnos de base en lo sucesivo. En el curso de su seminario sobre la lógica del fantasma, caracteriza el gesto de amor como la producción de una marca, y ¿qué quiere decir esto, sino que en (y con) el gesto de amor algo se escribe o, dicho con mayor precisión, cesa de no escribirse? Esto último define la contingencia, que se produce en el lugar (y con la condición) de una imposibilidad, que no cesa de no escribirse. En este aspecto, el gesto de amor se incluye, al igual que el amor mismo, en el registro de aquella contingencia (singular) que escribe la imposible relación sexual (universal). Por su carácter de escritura, es decir, de letra que se escribe, el gesto de amor presenta así una sorprendente afinidad con la carta de amor. De hecho, muchas lenguas, como la inglesa y la francesa (antaño, también la castellana), condensan en un solo significante los sentidos de “carta” y de “letra”.

Hasta aquí, pues, hemos averiguado que el gesto de amor es una escritura contingente con valor de un signo que representa algo para el partenaire. A fin de aproximarnos a la naturaleza de ese “algo”, puede ser de utilidad investigar primeramente cuáles son las circunstancias en que la presencia o la ausencia de un gesto de amor resultan de crucial relevancia. El ejemplo que hemos tomado de Relatos salvajes puede venir en nuestro auxilio por segunda vez, ya que, sin el gesto de amor final, el lazo entre los partenaires, vapuleado hasta el hartazgo en los momentos previos, se habría cortado irremediablemente.

Nada está más alejado de la exaltación enamorada, de la idealización poética y de las aspiraciones morales, que la trifulca entre dos partenaires. Nada es menos creativo que ésta. Puede desencadenarla casi cualquier cosa, una pavada basta, pero, una vez pulsado el botón rojo, todo transcurre por unos carriles carentes de originalidad. El guión del desencuentro entre dos amantes tiene escasas variaciones temáticas, y es notable con qué facilidad el amor puede transmutarse en odio y hasta en franca agresión. Es evidente que, en su transcurso, profundos cambios tienen lugar en el nivel de los goces ¿Qué forma tiene ese trastrocamiento? En la economía floue por la cual los goces básicos no pueden sino redistribuirse, la exacerbación del goce fálico (que impera en las luchas para dirimir quién de los dos partenaires tiene la razón), la del goce del sentido (enmarcado y modelado por la significación fantasmática) y la del goce pulsional (que en la pelea misma es capaz de hallar un incremento autónomo) conspiran para reducir al mínimo el goce de la vida que alimenta al sinthome en general y al lazo amoroso en particular. Dado que este último goce es el único singular, no es casual que toda pelea de pareja se relacione con la puesta en jaque de la dignidad, en la medida en que el vínculo entre dignidad e indignación es no azaroso y la indignación es el sentimiento que nos embarga en ocasión de una afrenta a nuestra singularidad. De ahí su relación esencial con cualquier ataque al vínculo amoroso, pues el amor no es una relación entre dos sujetos, sino un lazo entre el sujeto y aquello que hace de él algo único, es decir, esa singularidad en la cual radica su propia dignidad.

Pues bien, en la escena final de la historia de Relatos salvajes que ya hemos discutido, una vez alcanzado el punto de mayor distanciamiento entre los partenaires, una vez llegado el momento en que los últimos restos del vínculo amoroso parecen a punto de saltar en pedazos, el acto de dar la mano dignamente para dignificar a su pareja no hace otra cosa que materializar aquello que hace de él un gesto de amor, a saber, la voluntad de restaurar el lazo amenazado. Ese gesto tiene un valor eminente cuando de poner fin a una pelea de pareja se trata. A tal fin, pues, es necesario que el gesto reconozca la dignidad del partenaire sin que ello comprometa la propia. En esto radica a un tiempo su eficacia y su dificultad.

Observemos, para resumir lo dicho, que el gesto de amor comparte con la palabra de amor su carácter significante, con la carta de amor su valor de letra, y con la prueba de amor su aspecto sacrificial ¿Cuál es, entonces, ese “algo” que el gesto de amor representa para el ser amado? ¿De qué es signo el gesto de amor? De una dignificación del lazo amoroso correlativa de la renuncia a aquellos goces cuyo incremento menoscaba el goce singular del sinthome.

¿Qué dificultad enfrenta el gesto de amor?

Esto arroja nueva luz sobre nuestra primera pregunta, a saber, por qué es tan escasa la literatura relativa a los gestos de amor. No es ocioso suponer que ello se debe, ante todo, a que los gestos de amor propiamente dichos (es decir, aquellos que no son ni palabras, ni cartas, ni pruebas de amor) son a su vez escasos, y que la razón de esa escasez yace en la dificultad intrínseca que la realización de un gesto de amor entraña ¿De qué dificultad se trata?

Para responder esta pregunta, conviene prestar atención a una coincidencia no fortuita: el “algo” que el gesto de amor representa para el partenaire es, como vimos, una dignificación correlativa de la renuncia a los goces cuyo incremento menoscaba el goce singular del sinthome, y por otro lado esa misma dignificación es lo que se espera como producto del paso por la experiencia analítica. Esto significa que la producción de gestos de amor moviliza todo aquello que dificulta la cura: el orgullo arrogante es un destino de la libido narcisista que obstaculiza el acceso a posiciones dignas, así como el goce de la disputa ofrece una forma particular de resistencia del ello, etcétera. Ignorar al Otro y dejar de dirigirle la palabra son, al mismo tiempo, el negativo de cualquier gesto de amor en la pareja y la suspensión de todo lazo transferencial en el análisis. Pero no debemos olvidar que la renuncia a ciertos modos de gozar suele ser experimentada como un equivalente simbólico de la castración y por ello es vivida con angustia máxima, de modo tal que la dificultad para realizar gestos de amor es heredera de todas las formas de la defensa frente a la angustia de castración.

Por eso dijimos que, entre la violencia y el gesto de amor, más que una gran distancia hay un delgado (aunque profundo) abismo. Sortearlo no sería gran cosa si no requiriera atravesar la peor de las angustias. Todo gesto de amor enuncia en acto una oferta al partenaire: “renuncio a los goces comunes en beneficio del goce singular que me enlaza contigo”. Por eso, los gestos de amor que hacemos, y también aquellos que dejamos de hacer, nos definen con tanta precisión: unos y otros dicen nuestra singularidad.

Sin duda, la época en que vivimos no estaría tan poblada de pasiones violentas si en ella tuvieran más cabida los gestos de amor. Pero, como ahora sabemos que, por motivos estructurales, es más difícil producirlos que evitarlos, deberemos aceptar que esa aspiración no es más que una utopía. A pesar de ello, el recorrido de un análisis puede pensarse como una sumatoria de movimientos de dignificación, cada uno de los cuales equivale, por sus coordenadas intrínsecas, a un gesto de amor. Y, aunque el discurso analítico lleve las de perder, vale la pena dar batalla contra la abyección.

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