Lo que vela el barbijo
MAURO GROSS
“(…) ¿Quién nos salvará de la noche?
La noche es un espejo de nitidez despiadada.
Un espejo que nos enfrenta con lo que postergamos,
con aquello que quisimos y no tuvimos el coraje de lograrlo.
En nuestra noche no alcanza el mejor baúl de disfraces,
somos lo que somos
y eso es lo que espanta.
La noche es el espejo de los deformes (…)”.
Fragmento de La noche (Sbarra, 1975).
En el Malestar de la Cultura, Freud (1930 [1975]) indicaba tres fuentes del sufrimiento humano: el poder de la naturaleza, nuestra insuficiencia para regular las relaciones sociales y la imposibilidad de dominar plenamente los cuerpos.
Pocas situaciones, como la cuarentena que estamos viviendo en la actualidad, nos enfrentan a un escenario en el que esta triada se hace presente en su totalidad. Esto es, claro, no sin un costo para los sujetos que transitan una situación extraordinaria en sus vidas. Sujetos que deben pensarse inmersos y constituidos siempre bajo determinadas coordenadas de época y discurso.
Miller (1996-1997) caracterizó, en El Otro que no existe, a nuestro tiempo como una época signada por la caída de aquellos grandes ideales que orientaban las subjetividades. Del mismo modo en la actualidad, vemos como el discurso científico, con su saber técnico como garante, tropieza frente a este desconocido virus. Un virus el cual, en situación de pandemia, es tan complejo que, citando a Bassols (20 de marzo de 2020), “según los biólogos, es un ser que no está ni vivo ni muerto” y del que todavía no se vislumbra ninguna vacuna.
Como respuesta a esa caída de los ideales, el mercado tomó consistencia taponando la causa del deseo con la invasión de productos y prácticas que apresan los cuerpos. Objetos que velan lo real, gadgets que nos encierran en un goce solitario. Artefactos que irrumpen el escenario en un intento, siempre fallido, porque luego se deberá adquirir uno más, uno más… de dar respuesta al encuentro con el Otro.
Curioso escenario nos presenta de este modo la cuarentena y el aislamiento social. Porque ya de nada sirve, tal como señalaba Fromm (1976 [1981]) en Tener o Ser, el acumular un número creciente de posesiones para convertir a los objetos en una extensión del propio ser, sobrellevando el sentimiento de soledad que sentían.
Precisamente, con algo de lo que nos encontramos, y tanto circula en los dichos, es que al fin y al cabo nada de lo material es tan importante cuando estás encerrado. Por esto, no es casual tampoco, el incremento en la demanda de iniciar terapias online.
Claro que no se trata de, como he leído por ahí, de “romantizar la cuarentena”, ya que el poder aislarse de un modo cómodo, seguro y con la tranquilidad de que se podrá paliar luego las consecuencias económicas, son verdaderamente un privilegio de clase en las que están, inevitablemente presente, ciertas condiciones concretas de existencia.
Sin embargo, bajo este panorama, aparecen algunas preguntas.
¿De qué modo se puede obturar este real que amenaza, de un modo omnipresente, invisible, fuera de nuestras casas?, ¿Cómo hacer frente entonces a estos sufrimientos, que mencionaba Sigmund Freud al comienzo, en detrimento, ni más ni menos, de los lazos sociales en pos de un individualismo neoliberal?
Quizás desde el Psicoanálisis podamos pensar en esta cuarentena a modo de una pausa, de un LAPSO, en el que los sujetos puedan articularse a un discurso que constituya y restituya el lazo social. Siempre con la construcción de una solución singular, por fuera del “para todos”, que puede intentar ofrecer el mercado y/o prácticas terapéuticas prêt-à-porter.
O, parafraseando al poeta Sbarra (1975 [1990]), ya que, como aseguraba Lacan (1965 [1998]) el artista siempre lleva la delantera. Quizás sea con el trabajo de asumir lo que somos, sin espantarnos cuando tal o cual disfraz ya no alcance. Cuando se caigan todos los “barbijos”, y ya no queden velos que nos impidan vernos deformes frente al espejo.