Ensayo (sobre la ceguera)
MARÍA JIMENA CATTANEO
“…temo que seas como el testigo que anda
buscando el tribunal al que fue convocado
no sabe por quién y donde tendrá que declarar,
no sabe qué… ”
(J. Saramago)
« Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a los automóviles tardó aun unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de las causas de los atascos de circulación.
(…) Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado.”
De esta manera José Saramago pone primera y le da marcha a “Ensayo sobre la ceguera”. El argumento: Una imparable epidemia de ceguera asola a un país entero. Afecta primero a un hombre que espera en su coche frente a un semáforo y, a partir de entonces, se extiende rápidamente entre la población. Los hospitales y las calles terminan llenándose de personas atacadas por la ceguera blanca. Los ciegos se ven obligados a recurrir a sus más primitivos instintos para poder sobrevivir.
Hace unos años atrás, había leído esta novela. No podría precisar si fue frente a las primeras informaciones sobre el Covid 19 que escuché o al significante epidemia o a algunos comportamientos de seres humanos, o a todo eso, lo que me llevó a recordar aquella experiencia literaria.
Como un mecanismo psíquico que intenta apelar a lo simbólico frente a lo real que irrumpe desconocido, sin ley, sin orden; a expensas de mi propósito, esa historia se me impuso. Como si algo desconocido en mí hubiese apelado a ligar el momento actual con aquella ficción que por momentos me había resultado cruenta y repugnante.
Vinieron a la memoria imágenes del momento en que la recorrí por primera vez: Personas tiradas en el piso de un supermercado intentando comer (o devorar, mejor dicho). Frases de algunos personajes que condensaban una lucidez escalofriante. La sensación inevitable de la seguridad intransigente de saber que todos iban a ser tocados por la misma suerte (o mala suerte). No pude nunca borrar de mis recuerdos la descripción de la ceguera blanca y la palabra “lechosa” que utilizó el autor para adjetivarla.
Había experimentado un abanico de afectos y pasiones que aún me habitaban: el asco, la repulsión, el enojo, la desesperación y, por supuesto, una clara sensación de alivio al concluir que al fin y al cabo, era una novela.
Como lo traumático en sí mismo es encontrarse con algo que no se quiere ver, seguí desestimando por loca, la asociación en mi cabeza, con un exitoso mecanismo de desmentida, ese que lleva a rechazar las consecuencias de la percepción. Non arrivée
Operó el rechazo de esa asociación literaria. Pasaron los días. Se declaró la pandemia. Los hospitales se comenzaron a preparar “para lo que se viene”. Se anunció la construcción de los “hospitales de campaña”. ¡Cuánto hacía que no escuchaba esa palabra! La última vez, fue para preparar una clase de interconsulta, al estudiar el desarrollo de la psiquiatría en la Guerra Mundial. Sí, en la segunda guerra mundial.
Hoy un amigo muy querido me llama y me invita a escribir. Le respondo que no puedo, que la angustia me ha tomado el cuerpo. Al cortar con él, me irrumpe el impulso de zambullirme en mi biblioteca a buscar ese objeto libro que me resultaba entre pacificador e inquietante. “Actuar es quitarle a la angustia su certeza”, dice Lacan, de esa manera tan poética, en el 10. Creo que voy en busca de una representación para el das-Ding. Decido volver a tener una extraña cita con Saramago.
Habitualmente, practico el arte de dibujar, rayar, escribir, anotar los libros que leo. Busco esas insignias que me lleven a delimitar un camino en el vasto campo de las letras. Busco quizás, algunas palabras agrandadas, aspirantes a expertas que puedan dar las claves, o enclaves frente a una pared inmensa. Nada. Nada de nada. Comienzo, con pocas ganas de leerlo de nuevo, por la primera página.
Aleatoriamente, abro al medio:
“Dios Santo, que falta nos hacen los ojos, ver, ver aunque no fuesen más que unas vagas sombras, estar delante de un espejo, mirar una mancha oscura y difusa y poder decir, Ahí está mi cara, lo que tenga luz no me pertenece”.
Me trajo a la memoria, el texto del Estadio del espejo de Lacan. Esa imagen que al mirarla me dice que soy yo, no sin un Otro que la avale.
Pensé como una pandemia me había hecho navegar por dos mecanismos tan primarios de constitución del sí mismo. También la desmentida o Verleugnung, en la estructuración del yo que propone Freud como defensa fundamental donde lo que es diferente se desmiente para sostener el sentimiento de sí.
La imagen y la desmentida, para preservarnos de la fragmentación y de la desorganización, inherente a todo sujeto en desarrollo. Quizás el significante pandemia, lleve a esa sensación de destrucción de lo más primitivo y por ende, a la utilización de las defensas más precarias.
Hice una pausa y reflexioné: Hoy no se trata de mi cuerpo mancha en el espejo. Hoy mi cuerpo es el cuerpo del Otro social y el cuerpo del Otro social, es mi cuerpo. Hoy, mi cuerpo no me pertenece solo a mí. Cada cuerpo es el cuerpo de todos, nos pertenece a todos.
Hoy, cada cuerpo es un poco mancha, un poco luz.
Sigo leyendo…, las páginas amarillentas me insinúan dobleces en ellas. Sí, fiel a mí misma, había hecho pequeños pliegues en algunas hojas. Me parecía tan extraño no haber intervenido un libro. No hubiera sido yo, de no haberlo hecho. Por eso debe ser que un sentimiento de extrañeza me invadió al verlo virgen. ¿Quién era yo en ese momento de lectura? Otra, con algo de mí. Había doblado las puntitas. Había las marcas.
Una de ellas, señalaba este párrafo:
“Solo la chica de las gafas oscuras se quedó en silencio…su manera de hablar eran, por ahora, lágrimas y lamentos. Tuve yo la culpa, lloraba, y era verdad, no se podía negar”.
Interpreto que lo que me convocó en aquel entonces al doblés fue el efecto de la palabra en un cuerpo, la respuesta posible, enigmática, su interpretación. Ahora la “culpa”, no se me pasa desapercibida.
El enigma[1], dice Jaques –Alain Miller, es un dicho del cual no sabemos qué quiere decir. Ante lo enigmático de una lagrima o de un silencio la perplejidad se traduce en lo imaginario, implicando que entre lo simbólico y lo real hay cierta conjunción (2012 p.73). El Psicoanálisis responde al enigma a través de la interpretación, ofreciendo la conjunción entre lo simbólico y lo imaginario, o sea, por medio del sentido. Le da sentido al silencio, a las lágrimas, al sinsentido traducido en perplejidad.
En este contexto, la palabra culpa, cobra otra dimensión. Acababa de escuchar de una persona con el diagnóstico de Covid19, angustiada, que en su padecer refería la culpa por haber contagiado a otras personas, a sus seres queridos.
“Tuve yo la culpa”, dice el personaje. En 1974-75, Lacan habla del sentimiento de culpabilidad como algo que hace las cuentas y por supuesto, no se reencuentra en ellas, se pierde en esas cuentas. Refiriendo que allí se palpa que hay un nudo del que la naturaleza tiene horror, horror del vacío.
“Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.
Un gran amor, jugando con cierto misticismo, (de quien sabe interpretar los personajes en la “tragedia” de los sexos) me regaló un secreto de escritor: A un libro se le pueden hacer preguntas porque en su interior están contenidas las respuestas. Tal vez por eso volví a él.
El baile va terminando, en el último compás:
“El único milagro a nuestro alcance es seguir viviendo, dijo la mujer, amparar la fragilidad de la vida un día tras otro, como si fuera ella la ciega, la que no sabe a dónde ir y quizás sea así, quizás realmente la vida no lo sepa, se entregó a nuestras manos tras habernos hecho inteligentes, y a esto la hemos traído.”
Freud insistió en el “Mas allá…” que la muerte era la vía para que algún sentido fuera posible. Y Lacan agregó en Lovaina:
“La mejor manera de comenzar a darle sentido (a la vida), sería no creer que ella misma es el sentido”. (Lacan, 1972)
No todos los autos arrancan cuando el semáforo se pone verde. Algunos, se quedan produciendo atascos en el tránsito, víctimas de una ceguera peor que la blanca lechosa que ataca en los ojos-órganos de la novela: La ceguera mental de creer que hay un sí mismo, sin el otro.
Entonces…
Amparar la fragilidad de la vida un día tras otro. Seguir viviendo esta vida ciega que no sabe bien a donde va, que se pierde entre las cuentas, hasta que cada quien, desde su subjetividad le vaya encontrando un curso posible.
Notas
[1] “Un enigma, como su nombre lo indica, es una enunciación tal que no se encuentra su enunciado”. Lacan (2006, p.65 Seminario 23)