Empuje a la virtualidad
GONZALO GUZMÁN
Sin dudas una de las inquietudes que la situación actual despierta, en lo que solemos llamar la “comunidad analítica”, se refiere a qué clínica es posible en un contexto de aislamiento. El debate respecto de las sesiones virtuales se encuentra en pleno desarrollo y son muchos los interrogantes que se abren, pero antes de abordar el tema considero necesario puntuar algunos aspectos del contexto en el que se presenta.
El empuje a la virtualidad
Las medidas de aislamiento social y cuarentena confinaron a los sujetos a sus hogares de manera obligatoria restringiendo el encuentro de los cuerpos. Por tanto, la alternativa virtual pasó a ser la sugerida para sostener los lazos laborales y personales. Con el transcurrir de los días, aquella sugerencia se convirtió en demanda y, en algunos casos, lisa y llanamente en una imposición.
Hoy todas las esferas sociales se encuentran mediatizadas, de una u otra manera, por un soporte virtual en la búsqueda de preservar tanto como sea posible, junto con la salud, nuestro modo de vida. Como muestra del avance de este exhorto a la virtualidad podemos pensar las recomendaciones realizadas por el estado Nacional el pasado viernes 17 de abril, donde – sin privarse de otorgar indicaciones respecto del aseo posterior – se sugirió el sexo virtual y la masturbación como práctica apropiada. La persona elegida para la tarea fue un representante del discurso científico, dato no menor. Esto evidencia el afán cientificista en su esfuerzo de programación de la vida que inevitablemente se encuentra con lo traumático, situado en este punto por Eric Laurent como lo no programado. “De ello se deduce un trauma incontestable vinculado al sexo” (Laurent, 2005, Pag. 14).
Por supuesto, la salud mental no queda fuera de esta lógica ya que emerge como el campo más adaptable a las nuevas condiciones dentro del sistema de salud. De hecho, su práctica ya se realizaba antes de la pandemia. Más allá de esto, ocurre que la causa analítica es inseparable de la lectura de la época y del deseo de mantenerse permanentemente a su altura. Las instituciones psicoanalíticas así lo evidencian con ofertas de atención virtual e incluso gratuita (en Córdoba tenemos los ejemplos de la EOL y el CIEC) asumiendo un papel activo en la crisis y brindando un servicio a la comunidad.
Cómo sustraerse del empuje a hacer que funcione “para todos” puede ser un factor importante para realizar esta experiencia. La gravedad que reviste una demanda no modifica su estatuto, y cada practicante toma la decisión ética respecto de cómo responder ante ella. No permitirnos equivocarla y alojarla desde el “caso por caso” puede apartarnos de los principios psicoanalíticos abriendo paso al furor curandis. El riesgo que se corre es alimentar un imperativo superyoico, en una captura imaginaria con el Otro social, que demanda más y más efectos terapéuticos por medios virtuales.
Considero que éste es el punto de partida para que las consideraciones respecto de la aplicación del psicoanálisis no abandonen sus fundamentos. Tal como lo señala Laurent, el tratamiento psicoanalítico no obedece a estándares, pero sí tiene principios. “El psicoanalista se define por su deseo de, en el seno de lo que es vivido por todos, hacer surgir la particularidad de cada cual” (Laurent, 2005).
El uno por uno
Germán García trabaja la referencia que Lacan toma de Valéry en el año 1956 respecto de lo que llama “profesiones delirantes” (2000). Señala que la principal característica que éstas presentan es que los sujetos se rigen principalmente por la opinión que otros tienen sobre ellos. “En consecuencia se vive en una eterna candidatura que alimenta por igual el delirio de grandeza y el delirio de persecución” (García, 2000, Pag. 76). En línea con lo desarrollado hasta el momento, esta perspectiva puede llevarnos a pensar el dispositivo analítico en función de una demanda un poco colectivizada en lugar del padecimiento subjetivo.
De estas ideas podemos inferir que más importante que la virtualidad en sí es situarnos en relación a la transferencia, una por una. De esta manera, la pertinencia del medio, lo que un analizante quiera mostrar y compartir con su analista – entre otras novedades que se presentan en el espacio de aquel encuentro fuera de las paredes del consultorio – se mantienen en el plano de lo que puede variar mientras que lo que permanece inalterable es el lazo libidinal en la pareja analítica. “A final de cuentas, cada uno sabe cómo servirse del analista, como partenaire sinthome” (Otoni Brisset, 2020).
Por supuesto, la flexibilidad en la práctica posibilitada por la última enseñanza de Lacan no implica el olvido de sus límites. Abrirse a la posibilidad del encuentro virtual no es equipararlo con la presencia física. Como bien lo señala María E. Novotny, existe un punto en el que no se pone en juego una elección sino un imposible, allí es imprescindible un cuerpo presente para que se ponga en juego la dimensión del acto (2020). Es precisamente el mantener presente este límite lo que nos permitirá bordearlo y servirnos de cada contingencia que se atraviese en transferencia.
En el año 1999 Miller fue interrogado respecto de las sesiones virtuales. En su respuesta afirma: “La presencia permanecerá. Y cuanto más se vuelva común la presencia virtual, más preciosa será la presencia real”. Encuentro en estos dichos una apuesta a sostener sin incurrir en falsas dicotomías. La utilización del soporte virtual, especialmente bajo las circunstancias actuales, implica una dimensión ética – tal y como pueden situarse estas excepcionales entregas llamadas “Presente en un Lapso” -. Constituye la posibilidad de que, aún en cuarentena, un analizante cuente con que habrá una escucha presente en el lapso que el asilamiento dure. Algo que, para muchos sujetos, no es poco.