Humberto 1° y Rivadavia
Atardece, nubes, punto de encuentro: Humberto 1° y Rivadavia. Dice Elian que ya baja.
Vive en un departamento a unas cuadras del Mercado Norte. Llega y empieza preguntándonos de dónde venimos, por la revista y sus motivaciones. Mientras nos acomodamos en el auto, Juan Pablo se ocupa de responder que su entrevista será parte de Intersecciones, una sección de LAPSO destinada a la conversación del psicoanálisis con otros discursos, otros haceres.
—Escucho a mi analista cuando me contás todo eso. Mi personalidad tiende a formarse de la otra persona también, soy metido, me parece muy interesante. Siempre es re difícil acertar, encontrar con quién analizarse…
Matías comienza a arreglárselas con el caos de tránsito y piensa una conexión entre signo y transferencia.
—Es que ahí se juega algo del signo, de la representación de algo que no está representado. También en la escucha psicoanalítica, a medida que alguien habla, es posible localizar algo que no está representado.
Llegamos a la Costanera con la idea de ir río arriba por ese vertedero que el Estado y los empresarios inmobiliarios quieren transformar en un lugar valioso, al menos desde la perspectiva del mercado. Estamos cerca de la Vieja Usina, hoy Plaza de la Música. Sus muros, construidos en 1910, están cubiertos por “Maquillaje eléctrico para momias”, un mural de veintiséis metros de altura que abraza el edificio y abarca los casi cien que separan las calles Mendoza y Coronel Olmedo. Luciana recuerda cuando empezamos a ver la obra de Elian y a pensar respecto a la gente que se dedica a intervenir la ciudad con graffitis o pintadas. En ese momento encontramos algunas que no le dicen nada a muchos, solo a los involucrados. Un signo para unos pocos, para otros podría ser vandalismo, arte, política o quién sabe. Pero están en la ciudad. Se trata de signos que pueden ser tomados por múltiples significaciones.
—En el mundo de las artes, cuando uno se corre un poco de los espacios establecidos —museo, galería, casa de arte, lo que fuere— se habla de “signo en contexto”, pero este signo sigue siendo parcial, lo sigue entendiendo una parte nomás. El graffiti tiene un poco de eso, agarrar y atacar un espacio colectivo, democrático y sin embargo generar un lenguaje encriptado en ese lugar. Sería como cuchichear en una reunión donde hay muchos. O hablar a través de un lenguaje de señas que no todos pueden interpretar. Eso es un poco lo fenomenológico del graffiti. Ese lenguaje está construido por una cuestión etaria, una cuestión de acceso a la cultura que ha tenido cerca, una cuestión de clase también obviamente. Está atravesado por muchas cosas.
Juan Pablo suma una pregunta más —¿La cuestión de clase juega en la forma de los graffitis o las firmas que aparecen en lo urbano? Elian no apela a abstracciones teóricas y piensa el tema desde sus aspectos concretos.
—¿Quién puede acceder a utilizar todo ese material que hace falta? Como lo vemos acá, para pintar un graffiti claramente es necesario un acceso que no todos tienen, ¿no? Es difícil entenderlo como algo popular. A diferencia de cuando comenzó en Estados Unidos, que lo agarró la clase popular, los negros y lo veían como una forma de trasladar lo que hacían a los barrios donde no accedían.
Espacios en disputa
Rodríguez Peña y Costanera
La Plaza de la Música y Mercado Alberdi, un nuevo emprendimiento gastronómico instalado en las gruesas vigas de la antigua usina se distingue del entorno de Alberdi. En las paredes gastadas de una de calle lateral cercana hay algunas de esas firmas incomprensibles escritas con aerosol. —Eso ¿apunta a que se interprete o va por fuera de la interpretación? Pregunta Luciana. La respuesta no se agota en una discusión acerca del sentido, suma una dimensión más: el goce de sus autores.
—Mirá, esos chicos que escribieron ahí deben haber venido todos juntos y escribieron todos juntos eso y les interesa leerse entre ellos, pero además la falopa ahí es la adrenalina.
—¿El impulso es el peligro, la transgresión o algo de eso? Agrega Juan Pablo, quizá recordando el modelo de goce que propone Jacques Lacan en La ética del psicoanálisis ¿Acaso es la prohibición o la ley el motor de ese goce?
—Totalmente, cien por ciento, en lugares donde el control urbanístico es mucho más fino, como Alemania, los países nórdicos o Estados Unidos, esa adrenalina sube. Entonces, el esfuerzo táctico que hay que hacer para pintar un graffiti es mucho más complejo, más profundo y eso es parte de la práctica. No tiene nada que ver con lo que hago yo actualmente.
Pero en esta calle, Rodriguez Peña al cuatrocientos, también hay pintadas que denuncian despidos de trabajadores en las paredes de un edificio vacío y abandonado. A diferencias de las firmas, esas pintadas se dirigen a alguien y expresan algo muy concreto.
—Yo creo que el espacio urbano o los intersticios, que son todo esto, para mí son como puentes, medio Foucault. Son puentes entre la fábrica, la casa, la escuela. Son espacios en disputa. Hay quienes van hacia lo político, como “votamos luchar”, una cosa medio troska, o los pibes graffiteros que van y hacen uso del espacio por el propio abandono que tiene este espacio. O como acá, “Turco y Farías cómplices”, entra en el orden de la denuncia, del escrache. Me parece interesante porque quiere decir que hay una apropiación por parte de las personas que utilizan el espacio público de otra forma. El escrache es un movimiento fomentado, construido, germinado, por Abuelas e Hijos en contra de los milicos en los ‘80 y los ‘90. Habla de una forma de apropiación del espacio público, una forma de mantener viva la manifestación, mantener democrático el espacio público y creo que es importante cuidarlo. El derrame de eso puede ser lo que pasa por ejemplo, en los encuentros nacionales de mujeres que van y escrachan los monumentos. Ahí hay efectos bien contrastantes, unos avalando y otros criticando, reprobando.
Unas horas atrás comenzaba a arder la Iglesia de Notre Dame y el fenómeno rápidamente tomaba lugar en las conversaciones cotidianas al otro lado del Atlántico.
—Es como Notre Dame, algunos quieren que se prenda fuego y otros no. Si me das a elegir a mí, yo pienso que a todas esas momias no tiene mucho sentido protegerlas. Leía hace un rato un debate de por qué no se utiliza más esa cultura de reivindicar el lugar y volverlos centros culturales, hospitales… digo, con lo fácil que hoy se construye un edificio vamos a meternos en un lugar que aguantó violadores, guerras… históricamente, ¿protegerlo por valor patrimonial, arquitectónico? No sé, hasta el arte mismo me parece interesante que en un momento se acabe.
Un “Elian” gigante ahí /La calle, esa naturaleza de apropiación
El Gigante de Alberdi
Pasamos por el frente de la Plaza de la Música hacia “el Gigante de Alberdi”, el estadio que estalla cuando juega el Club Atlético Belgrano. La esquina de Hualfin y costanera tiene que ver con un giro en el hacer de Elian que le permitió dar otra forma al goce de rayar las calles.
—Igual, todo lo que les dije hace un rato del graffiti es una práctica que yo no llevo más adelante. Yo encontré que esa cuestión del signo para pocos no me resultaba interesante y de a poco lo fui desarmando. Empecé haciendo unos garabatos, que decían “Elian” y tenían miles de cosas, qué se yo… y lo entendían mi mamá que lo veía en mi pieza y mis tres amigos. Y después, de a poco, fui limpiando la tipografía hasta hacer una caligrafía cursiva y que se lea perfectamente mi nombre. Esa misma intención, después la llevé a lo pictórico porque me daba cuenta que la polución visual que hay en la ciudad, hacía que yo me alejara de cualquier tipo de espectador. Digo, me partía el lomo buscando los mejores lugares estratégicamente. Un ejemplo puede ser esta esquina que hace muchos años pinté. Ahí, la que dice “Bienvenidos al Barrio Popular de Alberdi”, esta esquina cuando estaba todo rayado y no estaba el boom del muralismo, en un momento había hecho un “Elian” gigante ahí, que te lo topabas con el auto. Bueno, la estrategia de buscar el lugar propio del marketing, propio de la señalética, propio de la cartelería publicitaria y demás, me daba cuenta de que no surtía ningún efecto.
Mientras nos introduce a este giro en su vida artística, tenemos nuestro propio momento de adrenalina intentando doblar en un sector sumamente transitado de la costanera. Elian nos muestra algunos de los murales pintados en este nuevo boom. No se trata de firmas, sin embargo allí la intervención no surte el efecto que él persigue en la actualidad. Predominan los colores de Belgrano y el imaginario “Pirata”. Si está el negro y está el celeste significa que ahí está Belgrano . Entonces, no importa nada más. Belgrano y Alberdi funcionan en una oposición significante que obtura otros sentidos posibles de ese espacio público.
—No llega a ningún lado, no genera ningún mensaje. Vos lo que tenés es el barrio de Alberdi completo con los colores celeste y negro, pero sin ningún mensaje más que la camiseta. Entonces, si la pertenencia al club es todo, el imaginario que puede plantear el barrio me parece que se queda corto. Porque en realidad acá suceden un montón de cosas más. Hay cooperativas trabajando, hay espacios de militancia, que si tuvieran la estética del barrio con una estrategia por ahí hasta los autos mismos podrían ser parte de ese mensaje. La gente le tiene medio miedo a Alberdi, entonces se sale medio volando. Si hubiera una estrategia para todo eso podría llegarse a otro lugar, pero en realidad sería muy vigilante saltar y decir “che, hay que pensar y hay que ser estratégico”. Si así le sale el barrio, así le sale el barrio. Y un poco, lo que tiene la calle es que tiene esa naturaleza de apropiación.
Signo de la gentrificación
La Tablada y Arturo Orgaz
Al bajar del auto y encontrarnos con una fábrica, la ex Cervecería Córdoba, transformada en un enorme edificio novicio con vista al Río Suquía pensamos que quizá los clichés identitarios del lugar no expresen únicamente el decir del barrio. Estamos parados en un lugar que intenta abandonar su pasado fabril y el olor de ese vertedero en que se ha transformado el río. El incipiente proceso de gentrificación que sufre este espacio tiene como horizonte su transformación en un entorno colorido para este tipo de emprendimientos urbanos. La pregunta acerca del destino de los ex trabajadores, de los vecinos de la zona y de la amalgama que conforma eso que da miedo de Alberdi fue respondida en la historia reciente e incluso la forma que adoptó la ciudad en los últimos años.
—Y ahí tenés el mensaje: “Fuera Euromayor, defendamos Alberdi”. Hay un signo de la gentrificación en Alberdi que es terrible. Gracias a organizaciones como “Defendamos Alberdi” y varias organizaciones vecinales del barrio, logran frenar este avance. En realidad todo esto tiene dueño. Así que, en el momento en que venga la topadora, viene la topadora y ya está. La gentrificación es un tema, en una ciudad tan mal hecha como esta. Tenés un desarrollo urbanístico que mandato tras mandato va cambiando, se va renovando. O sea, nadie sigue lo que hizo el anterior y eso es una problemática política que termina repercutiendo en una clase específica. Porque la clase dirigente no vive en la ciudad.
En Córdoba tenemos un solo sistema de transporte público, teniendo en cuenta que el transporte público es el primer dispositivo de inclusión desarrollar barrios ciudades alejados del anillo de Córdoba es una forma de expulsión.
Una parte visible del proceso de renovación de esta zona implica la construcción de nuevos puentes. En su escrito dedicado a la instalación “Do it”, Elian se refirió al río podrido como sustituto de las antiguas murallas medievales y a los puentes como los filtros urbanos para detener a los expulsados.
—Lo de los puentes es bien claro, pareciera que estuviéramos en un castillo medieval y lo que nos separara fuera el agua. Me di cuenta de eso cuando empezaron a poner todos los patrulleros en los puentes. Entonces no solamente tienen al puente y a la división de agua, sino que tienen a los caballos y a los caballeros. Yo creo que la ciudad como cualquier organismo o dispositivo de control, tiene un centro, está marcada por un centro. El centro puede ser en el centro o en el costado. No es un centro céntrico sino que hay un centro de poder. Para mí, lo que sucede cuando te alejás de ese centro es que localizás cada una de las discusiones o las disputas. Acá se puede disputar un equipo de futbol. Más allá vas y lo que se disputa puede ser un puntero político. Cada lugar va teniendo su discusión.
Al centro, pensado en términos de una esfera cerrada sobre sí misma, Matías opone otra topología. Una más acorde a la preocupación de Elian por localizar discusiones o disputas presentes en la ciudad que, aunque sin ser complementarias, suelen concebirse como un mero problema o una amenaza.
—Cuando vos lo diversificás o lo llevás a la periferia o pos-periferia los que participan son los habitantes de ese barrio. Y esos barrios no son lo que interesa, lo que importa es ese centro de poder, es como un centro de gravedad, todo actúa en torno a eso. Acá en Córdoba, ese centro está bastante marcado por la zona bancaria. Pero también el centro es un lugar de encuentro. Entonces, están las organizaciones sociales, los grafiteros, el feminismo… es como un caldo donde cada uno viene y deja su marca. A ese caldo, la idea es tratar de controlarlo lo más que se pueda. Y el dispositivo de control en Córdoba particularmente no es la videovigilancia como es en otras ciudades, sino que es la policía. Cumplen esa función, como la cámara de vigilancia. Podemos ver que los ponen en unas plataformas, más elevados que el resto y están ahí… ¡viendo el celular!
Giramos para encontrarnos nuevamente con esas dos construcciones que quedan como testimonio de dos épocas en la que contrastan: la fábrica vacía junto al aséptico diseño del emprendimiento inmobiliario.
—Es el signo de lo que se viene, es como la nube negra. Hay ahí una forma de entender el modo de vida. Virar hacia la vida departamental que es un fenómeno de la gran ciudad. Las casas con patios o los corazones de manzana desaparecen. Lo peor es que les ofrecen una casa en un barrio alejado y lo que se muere no es solamente el hábitat, lo que sucede dentro, sino la cultura barrial. Alberdi es una referencia en Argentina de resistencia barrial. Pero hay otros barrios que los limpiaron, por ejemplo Nueva Córdoba o Güemes. Yo conocí artistas que vivían en Güemes, escultores, músicos que naturalmente el mundo inmobiliario los echó y si no los echó el mundo inmobiliario los echaron las papas bravas y la cerveza artesanal. La insoportabilidad de la cultura plástica.
Época de ojos y capital
Costanera hacia el norte
Subimos nuevamente al auto, para dejar Alberdi o para seguir la costanera hacia el norte de la ciudad. Entramos a Villa Urquiza, está anocheciendo pero es notorio el cambio en la fisonomía de la costanera. Hay postes de alumbrado público, pero al parecer no funcionan. A nuestra izquierda entre el descampado, hay algunas casas bajas, algunas de ellas muy precarias. Nos dirigimos al Kempes, a caminar sobre una de sus obras. En el camino, queremos que Elian nos diga algo sobre el impacto de su nombre en relación a su obra, pero el lugar que estamos atravesando se filtra en la conversación y terminamos hablando de la posibilidad de encuentro con el arte y los privilegios que implica.
—Yo creo que dentro del fenómeno de la industria cultural plástica como me gusta decirle, las ciudades, las redes sociales, las casas, los autos demandan arte, todo demanda arte. El arte como herramienta de construcción visual, en esta época de ojos y capital, es muy epocal que para todo haya arte. Disiento, me parece que no funciona, rechazo el concepto “museo a cielo abierto”, me hace referencia directa a la minería a cielo abierto. Un museo a cielo abierto reproduce la misma lógica que cualquier museo, alguien que va y se prepara o se dispone para ver arte, para tratar de entender un mensaje, descifrar, interpretar. Entonces, la experiencia del encuentro se rompe.
Lo que me parece interesante del arte público es la posibilidad de que esté emplazado en lugares x sin ningún tipo de preparación. Que el espectador viva la experiencia de arte sin que tenga que estar previamente dispuesto a eso. Llegar a un museo es parte de la bolsa de privilegios nuestra. Porque la gente que vive en los márgenes tiene que pasar por un montón de filtros para llegar a un museo. Son una serie de capas que hay que atravesar para llegar a la experiencia-arte. Yo creo que el arte público no lo tiene tanto, o por lo menos tiene un par menos. Entonces, cuando vos sos parte de un circuito, por ejemplo vas y pintás todo un barrio, rompés esa especie de sorpresa y vas acartonando al potencial espectador. Además, reforzás el concepto arte. El sueño mío, y creo que de muchos artistas, es encontrar arte fuera del arte. Hacer un tipo de pintura que un poco no se entienda bien qué es.
La obra de Elian se distribuye por los lugares más insólitos. Desde una pared dentro de la Terminal de ómnibus, en el medio de un lugar estatal o emplazada en algún frente privado. No están firmadas, ni tienen una placa con su nombre. Con el tiempo sucedió algo grandioso, determinadas formas y colores que aparecen aquí y allá le son atribuidas a Elian pero él no las hizo y a veces no sabe que existen. Entonces ¡se trata de signos! Formas que remiten menos a él como autor que al modo de goce singular que supo estampar en las paredes.
Al Parque del Kempes me convocaron para hacer una obra de 250 por 7 metros. En el 2017 empezamos a gestionar la obra. Cuando la estábamos haciendo, me cuentan desde el parque que querían pintar otros senderos también para que no quede gris. Me preguntan si les puedo diseñar una geometría, y les diseño un patrón con triángulos, algo fácil de hacer (lo pintaban los obreros) y sobre todo para que se despegue de mi trabajo. Cuando sacan una nota por la inauguración del parque, le hacen una foto a lo que pintaron los obreros y en el epígrafe ponen que es una obra mía. Entonces, a mí me parece bastante loco, primero porque no lo pintaron con los colores acordados, sino que tampoco respetaron la geometría: hicieron lo que quisieron. Mi mamá se sacó una selfie en el mural de los obreros diciendo “¡me encanta lo que hiciste!” y ese no es mi trabajo. Para mí, lo que pasa conmigo es que hay un aspecto formal que es la geometría y la abstracción. Son aspectos bien formales que donde los vean ya van a hacer referencia a que es mío el trabajo, no importa si es la puerta de una gomería que pintaron con colores vintage o si es un local en Güemes o si es un parque en Chateau. Porque yo me encargué de construir esa identidad. No sé, a veces no la aguanto ¿no? Pero un poco pasa eso. Eso puedo considerar que es una suerte, como si me hubiera robado un aspecto formal, como si me hubiera robado una técnica. Ese apropiacionismo me parece que está bueno pero también es insoportable porque nada se separa de nada. Entonces hay un cartel publicitario de una nueva gaseosa, que tiene una geometría con colores vibrantes y es de Elian. Un piso pintado y es de Elian. Lo único que lo diferencia con mi obra es la prueba del acontecimiento, o sea que yo estuve ahí.
Luciana se pregunta acerca del cambio que implicó para Elian pasar de pintar su firma, apostar a hacerla lo más prolija posible y después abandonarla o sustituirla por su obra —¿Tu firma se rearma con esto de la apropiación?
—Sí, del graffiti pasé a generar una síntesis de mi trabajo. Porque hacía unos graffitis con un montón de garabatos, información que no decodificaba nadie que no supiera de graffiti. Vos lo veías y era así: eso es un graffiti de Elian. En ese proceso de síntesis me doy cuenta que es un proceso de construir una identidad visual, de trabajar siempre con una misma paleta bien respetada, de tratar de no trabajar con volúmenes, trabajar solamente planos grandes de colores. Me sucedió justo en una campaña para elecciones gubernamentales. Había mucha pero mucha propaganda política pintada en la calle por un lado y por otro lado un boom de carteles publicitarios. Y claro, vos veías un graffiti y generaba un ruido. Me di cuenta que el ejercicio inverso, de limpiar, iba a generar más contraste. Entonces empecé esa cosa al revés. Ahí se me despertaron las ganas de estudiar, por ejemplo. Porque yo no estudié arte, soy autodidacta. O sea, no estudié de manera formal. Estudié con mis amigos, con diferentes maestros y conmigo. Empiezo a estudiar y a entender lo que es una idea, un concepto. Empiezo a darle una forma teórica a lo que estaba haciendo. Y ahí la pregunta más rápida fue ¿Por qué la ciudad? ¿Por qué trabajar en un lugar en que el tiempo es limitado, el clima condiciona, es sumamente peligroso para trabajar, es un espacio conflictivo? Y sobre todo, no me da el cuerpo para hacerlo ¿no? porque trabajar en grandes dimensiones requiere un esfuerzo físico que también deja mucho ahí. Empecé a viajar con mi propia obra. Estaba en un proyecto pintando el centro cultural de la ciudad de Moscú y al siguiente viaje estaba en Chiapas, trabajando con una organización social. En un lugar dormía en el piso y en el otro en un hotel cinco estrellas. Esa estridencia de oportunidades me dio una experiencia infinita. El cuerpo no me daba más, somatizaba, no es solamente la cabeza, el cuerpo mismo te lo decía.
Estamos llegando a la zona del Estadio Mario Alberto Kempes. Remontando el río, dejamos atrás Providencia, Villa Paez y Villa Urquiza. La ciudad y sus impasses son para Elian una oportunidad para hablar de arte eludiendo el apetito contemporáneo por la vida privada, un apetito que muchas veces hinca el diente en artistas y otros personajes públicos. Juan Pablo subraya este rasgo presente en la conversación.
—Totalmente. Hay casi como un ejercicio heroico, hay un adentro y hay un afuera. Entonces yo con mis demonios hago lo que puedo, casi nunca duermo, voy a terapia. Pero si tengo la oportunidad de dialogar, quiero ver qué piensan las personas sobre el lugar que compartimos. Igual yo soy bastante egocéntrico. Acá estoy tratando de controlar que no salga la bestia. Estaba yendo ahí. La autoría vendría a cambiar el significado. Pero en la ciudad ¿cómo hacer para saber de la autoría si no tiene suficientes signos que me diga que eso lo hizo alguien con la intención de que sea una obra de arte? Me parece loco, esa posibilidad que te da el arte público. Que para mí hay que tratar de no domesticarla o no adiestrarla. Habría que dejarla lo más salvaje posible. O sea, no placas, no presentaciones en público, no preaviso, no prensa, no nada. Hacer un arrojo de la obra en el espacio público y que se vaya apropiando la gente. Un banco de plaza, un kiosco, algo así. Hay artistas que se ofenden porque le habitan la obra ¿Cómo querés que no se lo apropien si la estás dejando a merced de la apropiación? Uno construye una imagen y la arroja.
El plagio como ética de la apropiación
Llegamos al nuevo Parque del Chateau . Está cerrado, no podemos pasar. Uno de nosotros se acerca a la reja y consigue que el guardia le preste atención. El funcionario se niega a dejarnos entrar, entre sus argumentos más sólidos: “el horario de visitas terminó”. Nosotros jugamos la única carta que tenemos y las puertas se abren cuando decimos: Elian Chali.
Entramos a un predio de catorce hectáreas que rodea al Centro de Arte Contemporáneo Chateau Carreras. Tenemos la ventaja de visitarlo de noche, completamente iluminado con la única compañía de la vegetación y las obras de diferentes artistas que se sitúan allí. Entre ellas el sendero de doscientos cincuenta metros creado por Elian. Él está animado, nos habla de Rudolph Giuliani, el famoso alcalde de Nueva York en los ‘90, que se decía a sí mismo que él era el alcalde de los Estados Unidos. Además, establece la ley de tolerancia cero, para la cual se basa en la teoría de la ventana rota de James Q. Wilson. El planteo es que apenas ves una ventana rota la tenés que cambiar porque el ciudadano que la vea rota, va a romper las demás mil doscientas cuarenta y ocho. O sea, una especie de desconfianza en el ser humano, que plantea que el efecto cadena es imparable. Eso es un modo de subestimar al ciudadano, un modo terriblemente vigilante. Él es un ícono del urbanismo reaccionario.
Nueva York fue uno de los temas presentes en las reuniones del comité editorial de LAPSO. La idea de pensar los signos de la ciudad a través del arte urbano, nos condujo a esa ciudad paradigmática del siglo XX. Buscar los signos de la subjetividad contemporánea en los Estados Unidos es una propuesta de Jacques-Alain Miller en El Otro que no existe y sus comités de ética. Nueva York, es un lugar que, como describe Sennet, se destruye para crecer. Una ciudad que Rem Kolhass asimiló a un ascensor, un artefacto en el que el potencial de desastre solo es superado por la capacidad para evitarlo. Algunos meses después, allí estamos de nuevo, hablando de esa ciudad que, para hacerla teóricamente más habitable se destruye casi por completo. Juan Pablo comenta —Nueva York es una ciudad que está acostumbrada a destruirse.
Elian agrega rápidamente: — Y a regenerarse.
A Luciana le interesa saber si esos ciclos implicaron una mutación en el uso del arte urbano en esa ciudad.
—¡Un dispositivo gentrificador! Responde Elian. Ejemplo de ello el Barrio SoHo, un barrio que en principio había quedado abandonado por haber sido industrial en su momento, entonces los edificios se los daban a artistas, los artistas usaban la planta baja porque era la más luminosa, no tenían ni siquiera luz, ¿no? A medida que los artistas empiezan a convocar gente, y se empieza a llenar el lugar, llegan los emprendimientos inmobiliarios, primero con bares, bibliotecas y después esos artistas obviamente se van porque explota el precio. El SoHo es como el primer fenómeno de gentrificación en el mundo; de donde se saca el modelo. Hoy el SoHo es un lugar de visita indudable, pero tiene menos cultura de barrio eso…
Luciana: — Se ha vuelto parque temático…
—Y acá se reproduce a menor escala, de una forma muy económica, edulcorada, como en Güemes… Miren, estamos en el falso Elian! Yo vine acá la semana que lo terminaron y dije, ¿Qué hicieron?! ¿Dónde están los colores tierra? ¡Ni siquiera es el patrón que yo les dije!. Si podés hacer otra cosa acá, le podés dar otra impronta ¿Por qué? Puede ser que acompañe la idea del rendimiento pero no tiene sentido. Me gusta pensar sobre “el original”. Además, iluminado, con los bancos, igual, igual, igual que la obra. Un sendero, la misma obra. Es un trabajo bastante de albañilería el que hago yo ¿no?
Cuerpo Plataforma
Avenida Colón
Estamos de regreso. Bajamos por la Avenida Colón, desde la periferia hacia el centro.
—Bueno, entonces yo me preguntaba: ¿por qué la ciudad? Y me di cuenta que hay algo medio performático en exponerme trabajando en el espacio público. Me parece que en la experiencia de ser observado, la acción hace que pueda construir un sentido.
Es como un proceso de subjetivación sobre mi propio cuerpo discapacitado ¿no? Siendo observado y también trabajando a la escala que trabajo, genera una mirada dislocada en la persona que pasa por ahí, viendo a un tipo con una discapacidad evidente, haciendo una cosa de escala monumental. Me parece que son una cantidad de herramientas para confundir al que está caminando en la calle, que genera una reacción natural, como si fuera un impulso.
Los niños no entienden y preguntan, los más grandes tienden a evitar la mirada porque no saben cómo ver a una persona diverso-funcional. Entonces, sin duda, esa especie de posición a mí me ha fortalecido el cuero y me ha hecho entenderme a mí mismo también. Porque uno va midiendo el largo de esa mirada, el peso de esa mirada, que a mí me pasa cuando camino por la calle, con mi pareja de la mano, en la fila del banco, siempre me pasa.
En mi vida, soy observado desde mucho antes que ser artista. Desde que tengo doce años y no crecí más, soy objeto de observación en la calle. Entonces pienso que el arte me da esa posibilidad de habitar el espacio público, donde me expongo yo casi como objeto de estudio y todo lo que me da el tiempo de acción de la obra, no solamente deja como acontecimiento el trabajo, la prueba de que eso pasó, sino toda la experiencia de haber sido observado. Eso sin dudas es algo que me genera a mí, que me alimenta y que en algún momento me hiere también. Me construye, me hace entenderme.
Entonces pareciera como si el arte fuera una excusa. Hay una suerte de horizontalidad y una empatía con las minorías que es tremenda: alguien en silla de ruedas, alguien trans, un negro, trabajadoras sexuales. Un pibe que viene de un barrio popular, me reconoce y sabe que yo no soy de su misma clase, y sin embargo empatiza conmigo porque sabe que he sufrido socialmente. Aparece esa empatía natural, obviamente que no es una regla, por los hastíos sociales sufridos. Mi cuerpo ha sido la plataforma desde donde entendí el mundo. Y el arte creo que es la herramienta para hablar. Porque no sé qué les parece a ustedes, pero para mí vinimos al mundo para estar con otras personas.
Creo que la ciudad es eso, una herramienta de extrema exposición personal y me ha funcionado bastante. Por lo menos me curtí, me ayudó a entender, porque desde muy chiquito soy muy observado, ese ejercicio lo hago todo el tiempo. Eso ha sido la ciudad para mí, un endurecedor de cuero pero a la vez un fortalecedor de la ternura. Porque cuando uno se endurece también aprende a encontrar la sensibilidad en otro lado. Creo que ahora que lo normativo está tan en boga, tratar de romper la norma y pensar en las sensibilidades, en las pequeñeces, vuelve importante lo diferente para no estandarizarnos.
A esta altura de la entrevista está claro que su pintura está marcada por el mismo destino, degradarse en la ciudad hasta su desaparición. No así su obra.
—Si una obra es muy grande, busco cómo resolverlo. Las fotos que hago tienden a magnificar la obra. Cuando la ves en una pantalla a la obra la ves de un tiro. Pero cuando la vivís, la experiencia es otra porque la tenés que recorrer con la mirada. Nunca la ves de una sola vez. Entonces el efecto es otro. Vos cuando vas andando no dimensionás lo grande que es el edificio.
Me parece que la escala es un lenguaje propio de la ciudad y entonces pienso que está bueno plantarse desde ese lugar. Es como hablar el mismo lenguaje con los edificios: a lo grandote. Es como que rompo con la humanidad y trato de volverme edificio; hablarle al edificio siendo edificio, algo así.
A la vez, no solamente hablás con edificios, hablás con carteles, hablás con colectivos y todo tiene un sentido de escala. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando un colectivo queda chico al lado de una obra. Me parece que ese fenómeno está bueno.
También debo admitir que la escala es efectista. Hay veces que solamente porque una imagen es grande, está bien, es correcta. La monumentalidad te convence, se ve como una autojustificación.
Me gusta pensar que una pintura en la calle, que tenga todas esas características con las que sueño: como encontrártela de repente, que no tenga una firma, que no tenga tantos afectos autorales, que no parezca una obra de arte, es cuestionar un poco cómo te imaginás una ciudad.
Entonces tiene un poco ese juego, en mi trabajo es el pasivo-agresivo. Hacer una cosa lúdica, una cosa que parezca un juego de niños, algo didáctico, y a la vez la agresividad de romper con la estructura formal de un edificio. Por ejemplo, en el Centro Cultural España Córdoba, todas las molduras y todos los ejes cartesianos que tiene la fachada, la idea fue atravesarlo con una línea. Romper todo eso, decirle al arquitecto que lo construyó, esta línea también la puedo doblar solamente maquillándolo. Entonces, los vecinos se espantaban porque decían: ¿cómo vas a doblar la arquitectura? Se genera como una jerarquía, lo escultórico, que es la arquitectura, tiene muchísima más relevancia que lo pictórico ¿por qué mi pintura vale menos?, ¿porque vino después? o sea, ¿lo que le da valor es la vigencia? Volvemos a lo patrimonial, que es un conflicto que para mí tienen las ciudades. Entonces en ciertos casos el maquillaje está bien, y en ciertos casos el maquillaje está mal.
Entonces, pregunta Luciana, —vos con la pintura podés romper estándares de la belleza arquitectónica, romper, en el sentido de poder hacer otra lectura.
—Interrumpir.